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El ?resucitado? que no murió de viejo

Viernes, 10 de mayo de 2013 22:10
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En el barrio hubo varios “resucitados”, mejor dicho, vecinos a los que se dio por finados y después continuaron vivitos y coleando. Uno de eso ejemplares, el Polifemo Rancagua, decía que se había llevado un susto tremendo cuando se despertó en el ataúd y se vio rodeado de lloronas, pero más tarde, reflexionando, opinaba que su velorio había sido, para él, “una experiencia positiva”.

-¿”Experiencia positiva”?, le preguntaron, ¿por qué?

-Porque ahí pude enterarme, sin intermediarios, quien me quiere de verdad y quien finge hacerlo.

Al Polifemo, como a los otros “resucitados”, muchos en el barrio le averiguaban sobre “el más allá”. Che, vos que estuviste ahí, ¿cómo es estar muerto? ¿Es verdad que cuando estiraste la pata viajaste por un túnel que terminaba en una fuerte luz? ¿Ahí estaba Dios? ¿Lo viste? Contá, che.

Y los tipos se mandaban la parte. Contaban aventuras que a Emilio Salgari ni a Julio Verne se les habrían podido ocurrir. Si se formaban colas, como quiere el tango, para verla bailar a la Rubia Mireya, para oírlos mentir a estos “resucitados” también se hacían colas.

Ese fue el tema de conversación una noche en El Ateneo. La Morocha Aguilera quiso saber si en verdad mueren y luego resucitan.

El maestro Delmiro, que era el más leído del grupo, los sacó de las tinieblas: -En verdad, dijo, ninguno de ellos murió. Sufrieron un accidente nervioso repentino, la catalepsia, que suspende las sensaciones y provoca la pérdida del movimiento voluntario del cuerpo. A la catalepsia también se la llama “muerte fingida”. Ese estado puede durar tanto minutos como horas.

Casi todos los presentes, en especial las mujeres, se desilusionaron con la explicación. Y es que la truculencia siempre estuvo de moda, en toda época y lugar.

El asunto es que estos “resucitados” tuvieron una larga vida en la que gozaron de cierta fama por el percance. Murieron de viejos. Todos, menos uno.

El Arturito Benavides era un chupín de siete suelas. Apenas la sirena de la SAITA, a las 6 de la tarde, anunciaba el final de la jornada laboral, el Arturito decía presente en el patio trasero del almacén de ramos generales y venta al copeo de don Nicolás Chirimbas. Allí, con amigos sedientos como él, permanecía hasta la medianoche. Y de ahí a casita a dormir la mona. Así todos los días.

Un jueves, a la hora de irse, sus compinches notaron que el Arturito no se movía. Tenía el vaso con vino en la mano, pero ni pestañeaba. Hicieron de todo para animarlo, pero nada de nada. El Arturito estaba mudo, quieto y duro. Vino la policía, lo revisaron y decretaron que había muerto. Un médico jovencito firmó el certificado.

Lo llevaron a velar a la casa de su compadre Aparicio Gamboa. A la mañana siguiente los vecinos fueron a darle el chau definitivo. Al mediodía llegaron los de la funeraria. Y en eso el Arturito habló, y salió del cajón. -¿Qué están haciendo?, dijo. Enterado de lo que le había sucedido, se asustó y prometió no chupar más.

Ahora salía de trabajar y ni miraba al boliche. Cuatro días después, al pasar frente a una obra en construcción, le cayó encima un balde con argamasa, que lo hizo papilla.

El vate Acuña sentenció lo obvio: -Este “resucitado” no murió de viejo.

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