La celebración del Pacto del pueblo de Salta con el Señor y la Virgen del Milagro impregna hoy la vida de los salteños con una vivencia religiosa de profunda intensidad. La religión, por definición, supone un reencuentro de la comunidad y de la persona con su propio origen, con su razón de ser.
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La celebración del Pacto del pueblo de Salta con el Señor y la Virgen del Milagro impregna hoy la vida de los salteños con una vivencia religiosa de profunda intensidad. La religión, por definición, supone un reencuentro de la comunidad y de la persona con su propio origen, con su razón de ser.
Desde la mirada de la fe, el Milagro representa un compromiso de fidelidad entre Dios y los salteños. Una alianza de esa naturaleza arraiga en las más profundas tradiciones judeocristianas. Dios elige a su pueblo y su pueblo se compromete con Dios.
Ante los cientos de miles de personas que se suman a la fiesta grande de Salta, cabe preguntarse sobre las razones de semejante fervor. El Milagro convoca a la calles a hombres y mujeres sin distinción de ninguna naturaleza. Los peregrinos que caminan durante semanas por montes y cerros para sumarse a la gran procesión son el testimonio de una búsqueda que conmueve incluso al no creyente.
El Milagro aparece como un componente sustancial de la identidad cultural salteña. No es esta la única celebración cristiana de semejante magnitud en el país. La peregrinación a Luján, el culto a la Virgen en San Nicolás y a fiesta de Itatí son manifestaciones muy claras de la pervivencia de la tradición católica en la Argentina, pero el Milagro tiene la característica propia y diferencial de conmover a la totalidad del pueblo de la provincia. Ningún salteño, incluso los que por razones ideológicas o religiosas no comparten la fe cristiana, queda afuera de la celebración.
El Milagro es mucho más que una tradición o un sentimiento. El mero hecho de que la celebración perdure casi intacta a lo largo de más de cuatro siglos, en los cuales Salta y el mundo vivieron transformaciones extraordinarias, merece una observación detenida. Mientras la cultura parece dirigirse hacia una mirada laica y sin dogmas, la religiosidad reaparece constantemente y de muchas formas. Los cultos evangélicos, las nuevas creencias animistas y la multiplicación de los textos y las prédicas de autoayuda son una señal de la desprotección que siente la mayoría de la gente en un mundo con gran crecimiento tecnológico, notables avances en la calidad de vida y un claro deterioro de los valores.
Cada cual sabe qué lo lleva a la calle para honrar a los patronos salteños. El siglo XXI no es un “cambalache”, pero sí el escenario de enormes transformaciones, que incluyen nuevas creencias, nuevos valores y nuevas formas de participación en la vida política, nacional e internacional. No es extraño que los principales conflictos bélicos y las causas más frecuentes de violencia política y social se vinculen a visiones teocráticas fundamentalistas y al narcotráfico, dos fenómenos ante los cuales las naciones se muestran desorientadas.
Este Milagro encuentra al mundo ante dos hechos altamente significativos. Por una parte, vuelve a sobrevolar la amenaza de una guerra, en este caso, una potencial invasión a Siria que podría desencadenar una conflagración impredecible. Con el pretexto de los atropellos cometidos por el régimen de Damasco y por el temor a la expansión de las armas no convencionales en el cercano Oriente, un ataque occidental podría desencadenar una guerra arrasadora en el centro de la producción petrolera mundial.
A su vez, el surgimiento del papa Francisco sacude la conciencia del mundo. Este sacerdote argentino, convertido en la figura principal de la Iglesia, es el hombre con mayor autoridad moral en el mundo. Francisco sabe que el mundo ha cambiado y que los rituales, protocolos y tabúes del cristianismo deben ser transformados. Con sus gestos públicos, el Papa está anunciando nuevas actitudes y nuevos valores en una Iglesia católica que desde hace más de medio siglo, desde el Concilio, viene produciendo cambios. Pero es importante destacar también que Francisco busca e impulsa una transformación profunda, basada en las más antiguas tradiciones del judeocristianismo. Este mensaje moral incluye una enorme comprensión de la debilidad humana, sensibilidad hacia los sectores más vulnerables de la sociedad, pero también una enorme exigencia ética en una época sig nada, también, por la comodidad y el facilismo.