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26 de Junio,  Salta, Centro, Argentina
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El sueño cumplido de cualquier mortal

Sentí la pasión por Diego en Nápoles, me emocioné en el estadio Azteca, le pude dar un abrazo en Sinaloa y canté por él en el Parque de la Independencia. Una vida siguiéndolo. 
Jueves, 26 de noviembre de 2020 12:22
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No recuerdo cuando nació mi amor por Diego Armando Maradona. Sé que cuando le hizo el gol del siglo a los ingleses yo tenía tres meses y volé por la emoción de mi viejo que me tenía en sus brazos. Del Mundial siguiente (Italia 90) tengo un recuerdo muy pequeño y en todo caso el héroe de los más chicos era Goycochea por sus penales atajados, pero estoy seguro que para el campeonato de Estados Unidos ‘94 ya me conmovía su presencia.

Cómo no lo voy a tener presente ese año si con mi vieja y unos vecinos fuimos caminando hasta la avenida Banchik (Kennedy en ese entonces), por donde pasó la Selección tras bajar del avión para el Argentina-Marruecos del 20 de abril.

Mi hermano compró la entrada que salió costosos $20 y antes del mediodía ya estábamos haciendo fila. Pude ver el antes, durante y después de ese partido amistoso (insignificante para muchos, pero eterno para los salteños que estuvimos presente), el día de sus “pataditas” a una naranja, el gol de penal y cuando dejó la cancha sustituido por Ariel Ortega.

 Grité sus goles en Estados Unidos y me enojé cuando la enfermera se metió a la cancha para llevarlo al control del famoso dopaje. Con 8 años ya sabía lo que significaba Diego no solo para el país, sino para los napolitanos. Durante esos años me quedé horas y horas viendo los videos de los goles del ‘86 y los del Napoli. Entonces mi sueño durante mucho tiempo fue poder conocer dos lugares mágicos: los estadios San Paolo y Azteca porque conocer personalmente a Maradona me parecía prácticamente imposible.

En 2005 lo volví a ver a menos de 20 metros y sentí una satisfacción enorme. No fue en un campo de juego sino durante un show de Los Piojos en el estadio Obras al aire libre. Diego hizo jueguitos, saludó y se fue.

Doce años más tarde pude cumplir mi primer gran sueño: después de muchos meses de ahorros, viajé a Europa y Nápoles fue uno de los primeros destinos a visitar. Debe ser una de las ciudades menos turísticas del viejo continente pero poco me importó. Descubrí que 30 años después el amor por su Dios sigue intacto, porque los napolitanos son tan o más pasionales que los argentinos.

Una anécdota menor: así como aman a Maradona odian a Gonzalo Higuaín (por haber dejado Napoli para ir a Juventus, el club más odiado por los napolitanos). Un día tuve una discusión con un empleado de la Terminal por el pasaporte y me dijo: “son todos iguales los argentinos”. Me enojé y le dije que debería ser más agradecido “porque gracias a Maradona los conocen en el mundo, así que deberían querernos por él”. Y más enojado me respondió: “¿quererlos por Maradona o los tengo que odiar por Higuaín?” Es que si Diego es Dios, “Pipita” es Judas, el “traidor” y en las calles venden papel higiénico con su cara.

 Menos de dos años más tarde, después de otros tantos meses de ahorro, el destino me llevó a México y apenas aterricé en el ex Distrito Federal (hoy Ciudad de México), me fui al famoso estadio de los goles a los ingleses y en el que fuimos campeones del mundo por última vez. Allá te ofrecen una visita guiada a todas las instalaciones (paseo de la fama, vestuarios, a la estatua de un hincha fanático del América y por último al arco donde Diego hizo los goles inolvidables). Le hice la vida imposible al guía porque no me importaba el paseo, los vestuarios ni ese bendito hincha. Yo quería estar en ese arco. Afortunadamente su paciencia fue infinita, me entendió y preguntó mi nombre. “Pensé que te llamabas Diego porque todos los argentinos de tu edad que vienen se llaman así”. Emocionado pude cumplir el segundo y último sueño, pero me quedaba algo en la cabeza: Maradona estaba en ese mismo país, ¿cuándo iba a tener la posibilidad de conocerlo si no era en ese viaje?     

Meses atrás Clarín lo entrevistó en Sinaloa y le escribí a un amigo de ese diario que cubrió el Rally Dakar conmigo. Le pedí que por favor me consiguiera el contacto de alguien cercano. No tardó mucho y me envió el celular de un colaborador de Diego (el de Maximiliano Pomargo). “Si me responde compro los pasajes”, dije en voz alta. Le envié un mensaje de Whastapp y le expliqué mi situación. Me respondió. “Vení, no te aseguro nada”.

Obviamente compré los pasajes. Dorados jugaba en Culiacán ante el Zacatepec un miércoles 13 de febrero (de 2019) y los únicos boletos disponibles eran para la hora del partido. El avión iba a llegar diez minutos antes del juego pero se atrasó y llegó al final del primer tiempo. Pasé un pésimo viaje de dos horas pensando en que no iba a llegar a tiempo.

Bajé del avión a las apuradas y tomé un taxi. Le pedí al chofer que ponga el partido. Ya había comenzado el segundo tiempo, iban 0  a 0.

Llegué minutos antes del primer gol de Dorados, sin señal en el celular. Le pedí a un guardia que lo mande a llamar. El colaborador no bajó pero pidió que me dejen pasar. Entré y vi los tres goles del equipo de Diego. Casi no vi el partido porque casi todo el tiempo miré al banco de suplentes. Cuando terminó lo fui a saludar a Pomargo y le reiteré que quería verlo un segundo nada más. “Seguime”, me dijo.

El estadio estaba en refacción, él iba adelante con su familia y con Verónica Ojeda y Diego Fernando, el hijo más chico de Maradona. Por seguirlos pasé por arriba de un caño y se me abrió el jean. Me quería morir. Igual seguí sin inmutarme y me dejó en la puerta del vestuario. Dijo que por ahí iba a salir más tarde y me recomendó algo: “Decile de dónde sos”.

Vi pasar a árbitros y jugadores rivales para saludarlo. La gente se amontonó del otro lado y otro guardia quiso que salga de ahí. “La gente del señor Maradona lo puso ahí”, le dijo otro y de inmediato me dejó en paz.

El colaborador de Diego salió de nuevo y le agradecí la gentileza. Le pregunté cómo la llevaban en una ciudad complicada, relacionada al narcotráfico. “Si no te metés con nadie, nadie se mete con vos. Tomá el taxi tranquilo”, me dijo.

Minutos después al fin salió Maradona y se me nubló la mente, solo sé que le dije que era de Salta y que lo quería mucho. Se acercó, me dijo “muchas gracias, papá”, le di un abrazo, posó para la foto, me firmó la camiseta y se fue. Yo en ese momento pensé en que podía morirme en paz y me fui al aeropuerto a pasar la noche antes de volver.

La vida me regaló un último gran momento. Fui al partido entre Newell’s y Gimnasia de La Plata en el Parque de la Independencia en octubre del año pasado, gracias a un colega amigo de diario La Capital que me consiguió la entrada. No era un partido cualquiera porque Diego había jugado allá en el 93 y la gente lo amaba. Además era la previa de su cumpleaños y el partido fue una fiesta, donde todos cantamos por él, pese a la derrota del equipo local. Vi a mucha gente llorar pero me impactó ver a un joven con discapacidad desbordado por las lágrimas. Solo Maradona fue capaz de eso y de mucho más porque era un fuera de serie que emocionó, emociona y emocionará por siempre a cualquier mortal, como quien escribe.          

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