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27 de Junio,  Salta, Centro, Argentina
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Pudo haber sido peor

Martes, 08 de diciembre de 2020 00:00
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El año último, después de las elecciones primarias de agosto, Argentina caminó durante un período al borde del vacío de poder. La presidencia de Mauricio Macri quedó prendida con alfileres después de esa derrota virtual (en los papeles, aquella elección no definía nada y, sin embargo, succionó la energía inercial que sostenía al gobierno de Cambiemos cuando aún faltaban cuatro largos meses hasta los comicios "de verdad").

Dando por sentada la hipótesis de que Alberto Fernández era una máscara de Cristina Kirchner, Guillermo Calvo, un eminente académico bien visto por el establishment económico, consideraba: "Si sube Cristina, ella puede mirar para atrás y decir "miren el lío que nos dejó este hombre (Macri) y ahora yo tengo que hacer el ajuste que él debió haber hecho y que no hizo'. De repente es lo mejor que le puede pasar al país, curiosamente (...) porque se va a aplicar el ajuste con apoyo popular, culpando al gobernante previo".

Por aquellos días, Fernández alentaba esas interpretaciones confesándose admirador del "modelo portugués", la política desarrollada por el socialdemócrata Antonio Costa que, sostenido por una coalición popular, aplicó un vigoroso mix de ajuste fiscal con reforma social. ¿Podría concretar él un mix parecido como presidente de un gobierno apoyado en el peronismo? Podría ser: el peronismo tiene en su memoria colectiva un sentido de disciplina y unidad que le permite darse períodos de paciencia estratégica, rasgos que escasean, en cambio, en fuerzas políticas más asentadas en el individualismo librepensador.

Más allá de esas hipótesis, la perspectiva de un nuevo gobierno asentado sobre el peronismo hacía conjeturar un período de autoridad firme. Un año después, este diciembre vuelve, sin embargo, a mostrar a una Argentina que camina por los bordes y a un gobierno que no consigue ejercer la autoridad que por su pedigree se le imaginaba.

El candidato que prometía un gobierno "del Presidente y 24 gobernadores", una expresión que presagiaba ejecutividad y cooperación más allá de las identidades partidarias ("24 gobernadores" incluye a todos, no solo a los de filiación oficialista), no ha conseguido cumplir ese compromiso.

Quien se defendía de las interpretaciones que lo pintaban como una pieza manejada por su vicepresidenta diciendo que era él quien "maneja la lapicera", en ocasiones decisivas, se quedó sin tinta, navegando con rumbo incierto, opinando con voluntarismo y retrocediendo con precipitación, más preocupado por componer equilibrios internos que por ejercer el mando que le otorgaron las urnas.

El siempre tenue tejido institucional de la Argentina tiene como eje indispensable la autoridad presidencial: este es un país altamente presidencialista y el peronismo es una expresión quintaesenciada de esa característica. La disipación de la figura presidencial no puede sino traducirse como anomia y desorden creciente.

Los desbordes ocurridos en relación con el funeral de Diego Maradona marcaron, a fines de noviembre, un punto superior de ese proceso.

Hubo momentos, durante el año, en que el Presidente pareció consolidarse. Cumplió algunos de sus objetivos -el arreglo con los bonistas de la deuda privada, el tejido con autoridades del FMI para negociar un acuerdo- y tuvo desde marzo que afrontar el gran desafío de la pandemia.

Irónicamente, ese desafío lo ayudó en primera instancia a fortalecerse.

Fue una oportunidad para exhibir autoridad, visión y misión en un tema que interpeló a toda la Argentina, por encima de las divisiones políticas.

Durante un largo trecho, Fernández desarrolló su estrategia en cooperación ostensible con el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y en ese tiempo la figura de ambos creció en la estimación de la opinión pública. Pero ese vínculo prometedor, tensado desde los extremos, no resistió demasiado porque el Presidente atendió prioritariamente las demandas de su heterogéneo frente interno.

El Presidente empujó al centro del tablero a su ministro de Economía. Martín Guzmán ha impuesto su criterio sobre el Banco Central y lo ha hecho, hasta aquí, con éxito: ha conseguido reducir sensiblemente la brecha entre el dólar oficial y el paralelo.

En una reunión de banqueros centrales, Guzmán expuso sus reparos a un exceso de la emisión de pesos; sostuvo que "la expansión de la liquidez se puede canalizar en parte a la demanda por moneda extranjera y genera presiones cambiarias". Es decir: suba del dólar y presión sobre los precios.

Guzmán es, si bien se mira, la bisagra más aceitada del gobierno de Fernández con el sistema internacional. Es el nexo con la directora general del Fondo Monetario, Krystalina Georgieva.

El ministro adelantó a la Asociación Empresaria Argentina que sus previsiones de déficit fiscal son menores al 4% (el presupuesto previó 4,5%), lo que es una aproximación a lo que se conjetura que propondrá el Fondo (una cifra más próxima al 3 que al 3,5%).

De las iniciativas y declaraciones del ministro se desprende un camino de reformas y creciente austeridad fiscal: no habrá cuarta etapa del Ingreso Familiar de Emergencia (o, en todo caso, se reducirá el número de beneficiarios), se iniciará un proceso de sinceramiento de tarifas de servicios (es decir, una disminución de los subsidios), las jubilaciones no se actualizarán siguiendo la inflación.

Por eso, a días de cumplirse el primer año de gestión, el gobierno de Fernández araña apenas un aprobado porque, como dijo un funcionario (en referencia al velorio de Maradona, pero puede generalizarse) "pudo haber sido peor". En cualquier caso, todavía falta completar la prueba de diciembre. Y siempre queda marzo como última chance.

 

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