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27 de Junio,  Salta, Centro, Argentina
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Entre la vigilia y el desconcierto

Viernes, 10 de diciembre de 2021 02:19
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Según los sismólogos, los terremotos no son imprevisibles; se puede anticipar si un fenómeno de esa naturaleza puede o no ocurrir. Lo virtualmente impracticable es predecir con exactitud el momento en que estallará.

Con reservas internacionales inmediatamente disponibles de alrededor de 1.000 millones de dólares en el Banco Central, es razonable que la mayoría de los economistas profeticen una calamidad inminente en la Argentina. El termómetro del dólar marca un estado altamente febril: la brecha cambiaria (dólar oficial-dólar libre).

Argentina sufre una crisis de confianza: los argentinos no creen en su moneda, los inversores nacionales y extranjeros no confían en el Gobierno. Lo que observan es que Argentina no termina de cerrar el acuerdo con el FMI que le permitiría refinanciar "la deuda impagable" que mantiene con el organismo (42.000 millones de dólares de los 57.000 que el Fondo concedió al gobierno de Mauricio Macri) y que, si eso no ha ocurrido en marzo, a más tardar, la insolvencia quedará consumada y se sumará otro default en el frondoso expediente del país.

Como los actores económicos adelantan sus decisiones, lo que debería ocurrir en marzo empieza a ocurrir antes, primero a un ritmo suave y de improviso a gran velocidad. Esa es la hora del terremoto.

La crisis de confianza está determinada por una crisis de autoridad. A partir de las PASO de septiembre, el sistema de poder del Frente de Todos quedó descalabrado. En ese comicio, el oficialismo perdió cuatro de cada 10 votos obtenidos en 2019. Perdió las provincias más importantes, perdió las capitales y perdió la base de sustentación del cristianismo, la fracción mayoritaria de la coalición: la provincia de Buenos Aires.

La elección de noviembre ratificó básicamente esa situación. Aunque el gobierno de Alberto Fernández celebró como una victoria esa elección (en la que perdió el control del Senado, fue derrotado por 9 puntos en el cómputo general y cayó en los distritos más poblados y económicamente competitivos), el oficialismo fue derrotado. Logró, eso sí, evitar que el desastre sufrido en las primarias de septiembre se agigantara y consiguió una vertiginosa remontada.

En el ranking de ganadores y perdedores del oficialismo hay que contabilizar como perdedor neto al cristinismo: al descalabro que habían producido las cifras de las primarias en el sistema de poder vigente se sumó el daño autoinfligido a través de las iniciativas de la señora de Kirchner (amago de renuncia de la parte adicta del gabinete nacional, obstáculos a la gestión económica) y ahora la pérdida de confort de la vicepresidenta en un Senado que pierde su control automático.

Alberto Fernández, que por errores no forzados y por ausencia de decisión fue derramando el poder que le otorga el cargo, adquirió inopinadamente una eventual ventana de oportunidad en la nueva etapa. El debilitamiento relativo del cristinismo le vuelve a ofrecer la posibilidad de poner la institucionalidad presidencial al servicio de una apertura política y de una reconstrucción del sistema. Poderes territoriales, movimientos sociales y sindicatos pretenden que el Presidente tome decisiones.

La derrota, al golpear al sistema de poder que controla al Frente de Todos desarticulándolo, permitió que emergiera la opinión de importantes socios que estaban relegados: gremios, movimientos sociales, gobernadores e intendentes.

Con ellos se fortaleció la postura realista, favorable a la lucha contra la inflación, al acuerdo con el Fondo y a la búsqueda de consensos amplios para afrontar la crisis, reticente ante las presiones kirchneristas y dispuesta a sostener al titular de la institucionalidad, el jefe del Ejecutivo, como un emblema frente a la influencia de la vice.

Desde la CGT, que consumó su unidad con una conducción renovada por la participación del sector de Moyano (escoltado por el poderoso sector de transportes), ya se hizo muy explícito ese respaldo.

La autoridad, sin embargo, sigue dispersa.

La señora de Kirchner parece entender que el acuerdo es necesario e inevitable, pero probablemente ella y esa tesitura son mutuamente incompatibles. Su discreto apartamiento (temporario) no es emulado por sus legiones de La Cámpora, que siguen hostigando la perspectiva del acuerdo con el FMI poniendo supeditándolo a condiciones que el país no tiene poder para imponer.

La investidura presidencial le ofrece una ventaja relativa a Fernández. Quienes apuestan a una política sensata - aunque duden de la eficacia del Presidente a la luz de lo ocurrido en estos dos años- preferirían que él se pusiera al frente de los acuerdos y las iniciativas que se requieren para equilibrar rápidamente la nave del país. El presidencialismo es una política para contener y aislar al "vicepresidencialismo".

La CGT le planteó al Presidente - y más tarde al ministro Guzmán, cuando éste visitó la sede de la calle Azopardo - que los gremios sostienen el acuerdo con el Fondo.

La Unión Industrial Argentina también respaldó ese acuerdo en el cierre de la Conferencia Industrial, de boca de Daniel Funes de Rioja, su máxima autoridad, quien dijo estar seguro de que "el gobierno va a resolver la deuda externa con el FMI de la mejor manera posible", una frase que indica que ha recibido información clasificada sobre las negociaciones y que aprueba lo que el gobierno está haciendo.

Más allá de la UIA, el sector productivo se muestra inquieto porque los ritmos de la política parecen muy morosos ante los estragos que provoca la subsistencia de la desconfianza. Los empresarios urgen a sus interlocutores políticos a actuar.

Los gobernadores - actores indispensables en la necesaria reconstrucción de la autoridad - por el momento observan desde sus comarcas. A la mayoría no le gusta el kirchnerismo, pero tampoco quieren ser absorbidos como peones de una disputa "AMBA-céntrica". Esperan con paciencia el tiempo federal que necesariamente sobrevendrá.

Si no es antes del terremoto, será después.

 

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