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Consenso no es corrupción, sino práctica democrática

Domingo, 18 de febrero de 2024 01:41

El escenario nacional construido en los últimos veinte años es, probablemente, uno de los peores de nuestra historia.

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El escenario nacional construido en los últimos veinte años es, probablemente, uno de los peores de nuestra historia.

En el mundo, las dos primeras décadas del milenio han generado un retroceso en materia del respeto por los derechos humanos, con la aparición de distintas formas de autoritarismo. Los populismos de izquierda y las democracias "iliberales" que aparecen, en nuestro continente y en Europa, como la nueva máscara de los antiguos fascismos, han erosionado al sistema.

En estos años, nuestra economía, dependiente de los ingresos por la exportación de productos primarios, se fue resquebrajando, arrasada por la inflación y generando pobreza, desempleo y deterioro de las expectativas. Entre tanto, los mesianismos fueron destruyendo la convivencia política.

El balotaje de noviembre pasado mostró el punto extremo de esa decadencia institucional. El triunfo del presidente Javier Milei, absolutamente legítimo, es la muestra de una ciudadanía saturada y descreída de relatos e inquisiciones que abrieron una grieta brutal, que hizo visualizar la vida pública como una guerra entre los buenos y los malos.

Milei asumió en medio de esa tormenta como representante del sentimiento "antipolítico" generalizado en la ciudadanía y, especialmente, entre los jóvenes. El gran desafío que debe abordar es el de gobernar con personas ajenas a la política, sin experiencia, y llevar adelante una transformación que mejore la vida de todos y genere expectativas para el futuro. Pero el problema que se le plantea está en su propio discurso: nadie puede gobernar sin hacer política y prescindiendo de las exigencias de la Constitución, la Ley y las instituciones del Estado.

Esa limitación se puso en evidencia en la precipitación de sancionar un Decreto de Necesidad y Urgencia y presentar un proyecto de ley "ómnibus" que sintetizan los deseos de una revolución económica, política, laboral y cultural, en muy poco tiempo y sin verificar si esos centenares de medidas iban a ser aprobados sin medir las consecuencias. De hecho, ambos instrumentos naufragaron en la Justicia y en el Congreso.

En nuestro país, gobernar para todos sin consenso es imposible, y así lo demuestra la experiencia de los últimos veinte años. El consenso no es corrupción, como dice Milei, sino democracia.

El presidente celebró esos fracasos y acusó a los gobernadores y los diputados que hicieron posible la aprobación en general de la ley ómnibus. No aceptó el rechazo a la delegación de facultades propias del Congreso que lo convertirían en un autócrata; o la eliminación discrecional de fideicomisos, una forma de financiamiento de determinadas actividades esenciales, que representan, según el gobierno, cerca del 2 % del PBI pero que suponen, asimismo, un gasto que el Estado no puede eludir. Presentarlos como la fuente de corrupción de la política puede impactar en los seguidores del presidente en las redes, pero es un indicio de peligrosa simplificación y de incapacidad para controlar el manejo de esos fondos.

Los agravios generalizados contra los gobernadores, las provincias y los diputados nacionales crean un obstáculo demasiado grande para la gobernabilidad. Ningún presidente puede reclamar que se le otorgue un cheque en blanco para administrar sin controles.

Milei, hasta ahora, ha mostrado desordenadamente lo que no quiere. Y el país necesita, además, saber hacia dónde quiere ir. Los últimos veinte años estuvieron atravesados por una política basada en la confrontación y la descalificación de los opuestos. La absurda polémica de Milei con una artista, como es el caso de Lali Espósito, mostró a un mandatario que procura construir enemigos. Es el ABC del populismo. Por esta línea, el país se sumergirá cada vez más en la destrucción de la política y, de ese modo, del derecho de todos a la convivencia y a la esperanza.

 

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