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El proyecto de Ley para impedir que una persona con condenas en dos instancias pueda ser candidato a un cargo electivo parecería, simplemente, una cuestión de sentido común.
Hace apenas dos meses, el senado expulsó a uno de sus miembros, el entrerriano Edgardo Kueider, por haber sido descubierto "in fraganti" en Paraguay tratando de ingresar US$ 200.000. El cuerpo lo despidió sin ni siquiera darle la oportunidad de una defensa y pasando por alto la posibilidad razonable de suspenderlo por tiempo indeterminado. Del mismo modo, no se puede olvidar la otra cara de la moneda: Amado Boudou fue elegido vicepresidente involucrado en escándalos graves y ejerció el cargo al frente del mismo Senado con una condena sobre sus hombros.
Son demasiados los casos que evidencian que la ley de "ficha limpia" es una necesidad perentoria.
En el debate de la semana pasada, los bloques de diputados ofrecieron un espectáculo deplorable para la democracia. La oposición argumentaba contra la ley sosteniendo que era un recurso para "la proscripción" de Cristina Kirchner. Ninguno dijo que ella sea inocente ni demostró flaqueza jurídica alguna en los procesos y los fallos en los que fue condenada.
Por otra parte, cabe preguntarse quién la "proscribió" a la expresidenta en 2019, cuando logró llevar va la presidencia a Alberto Fernández, y en 2023, cuando ni siquiera se presentó.
A su vez, el cruce de acusaciones entre diputados oficialista y opositores solo hizo confirmar a la ciudadanía el nivel de degradación de nuestra vida política. Nada de esto contribuye a restablecer la confianza ciudadana. Las dudas sobre la posibilidad de que un sistema judicial pueda inventar una causa por encargo de un poderoso nacen de hechos reales que se han producido en algunas ocasiones. La manipulación de la Justicia como práctica se registra en dictaduras como las de Venezuela y Nicaragua. En Cuba es diferente porque allí los jueces no son independientes y las leyes contra los opositores son impúdicamente explícitas. En la Argentina no hay ninguna dictadura de ese tipo, pero es evidente que para muchos políticos resulta normal que los jueces amigos se presten a jugarretas partidarias.
Lo cierto y evidente es que no puede exigirse respeto a la ley si estas son sancionadas por un cuerpo que no exige transparencia a sus miembros.
El espectáculo de la corrupción es bochornoso. La construcción de la ética pública es inimaginable si la política intenta minimizar escándalos como los bolsones llenos de dólares que un exfuncionario trataba de esconder en un convento, o las fortunas acumuladas por amigos del poder convertidos en testaferros.
Porque al ciudadano común se lo sanciona si pasa un semáforo en rojo o maneja con un mínimo de alcohol en sangre, mientras que los poderosos son juzgados en trámites que se prolongan por décadas, sin resultados.
Las instituciones argentinas necesitan recuperar su prestigio. La morosidad judicial, que no es solo responsabilidad de los jueces y fiscales, sino de todos los poderes del Estado juega siempre a favor del delincuente y en contra del ciudadano, sea que se trate de la víctima de los delitos, que en los casos de corrupción es la sociedad en su conjunto, o del imputado por una acusación falsa y sin pruebas.
El proyecto de "ficha limpia" no es nuevo. Desde hace décadas viene siendo un reclamo generalizado. Desde el punto de vista jurídico, la condena recién estará firme cuando la haya convalidado la Corte; no obstante, en cuanto al derecho político la cuestión es distinta. La honorabilidad de las instituciones exige transparencia. Y, por cierto, el chicaneo de las apelaciones también puede ser un recurso de la política para postergar fallos, permitir el acceso a los fueros y, de ese modo, garantizar la impunidad de la corrupción.