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Parece una historia de nunca acabar, pero no es más que una triste radiografía de lo que hay. La dirigencia argentina volvió a demostrar que no es capaz de abordar discusiones centrales para la sociedad sin abandonar ni siquiera por unas pocas horas la mezquindad que la caracteriza. Aunque parezca absurdo, y hasta por momentos demencial, las chicanas y las calumnias siempre terminan imponiéndose en detrimento de las cuestiones de fondo, en un país que pide a gritos políticas de Estado en materia institucional y que hace muchos años que no las tiene. El debate en el Senado por la causa AMIA mostró con furibunda nitidez la falta de propuestas opositoras y la extrema terquedad del oficialismo. Se veía muy claro: ambos sectores estaban preocupados solo por hacer quedar mal al otro y no por saldar de cara a la gente las enormes dudas que había sobre el acuerdo con Irán. Todo eso ocurrió delante de las víctimas del peor atentado en la historia nacional, exhibiendo una vez más la absoluta frivolidad que predomina en la política argentina.
El canciller Timerman fue irrespetuoso en varios pasajes de su alocución, dando a entender que no es una obligación darle explicaciones al Congreso sino un incómodo y aburrido trámite administrativo. Las disidencias son buenas para la democracia, de eso no caben dudas. Lo que es malo es que se vean a esas divergencias como amenazas de un enemigo malvado. El kirchnerismo, en ese sentido, tiene aún mucho para corregir, ya que la agresión personal viene siendo un argumento para explicar lo que muchas veces no puede hacer con defensas sólidas.
Timerman tuvo la oportunidad de mostrarse abierto al diálogo y despejar cualquier tipo de suspicacia que estaba rondando el ambiente. Pero no lo hizo: se mostró agresivo, altanero y sumamente nervioso. Esa posición fue difícil de comprender, ya que hasta el propio presidente de la AMIA, Guillermo Borger, cree que el acuerdo con Irán -al que él se opone- se firmó por un convencimiento de la Presidenta de que realmente destrabará la causa.
Observar a la conducción de la AMIA como un nuevo brazo de la oposición es un error de diagnóstico de gigante envergadura para el kirchnerismo. No hay que olvidarse que la dirigencia judía fue una aliada incondicional de este Gobierno durante muchos años. Incluso, apenas conocido el controversial memorándum, los titulares de la AMIA y la DAIA se apresuraron para apoyarlo, limando así buena parte de su credibilidad ante sus propios representados, que luego les pasaron factura. Por eso, una confrontación tan abierta como la que está manteniendo ahora el kirchnerismo con la comunidad judía solo le suma un enemigo que jamás se propuso estar en ese lugar. El todo o nada de siempre, ninguna novedad. La irritabilidad no es un atributo exclusivo del Gobierno, como insiste cotidianamente la oposición. La mayoría de las voces anti-K se dedicaron el miércoles a agraviar a la Casa Rosada con durísimas acusaciones, pero fueron incapaces de proponer al menos una solución alternativa para el debate. “Ante cada crítica una propuesta”, dice un viejo lema de campaña: hace tiempo que los detractores de la Presidenta, con muy pocos votos en su haber, abandonaron la última parte de ese concepto. Meter a todos en una misma bolsa tampoco sería justo. Hubo algunas excepciones, como las de Norma Morandini y Sonia Escudero, que sí trataron de aportar a un debate constructivo en el Senado. Sin embargo, quedaron opacadas ante la virulencia de los radicales que, como siempre ocurre, tuvieron mucha mayor exposición pública y trascendencia mediática.
La política
El comienzo del año electoral dejó en evidencia que se avecinan momentos de altas dosis de confrontación. Pasado el escrache contra Axel Kicillof y los silbidos contra Amado Boudou, el clima político no cambió en absoluto. Cristina criticó el viernes a Mauricio Macri y Daniel Peralta en medio de un acto de gobierno. Esas actitudes, viniendo de la máxima autoridad del Estado, aportan poco para bajar los decibeles. Fue el mismo día en que el kirchnerismo salió con los tapones de punta cuando se enteró que hubo una cena entre Daniel Scioli totalmente lanzado en su candidatura presidencial- y Julio Cobos. Fue solo una cena, sin embargo, el Gobierno la transformó en algo así como una operación destituyente. A Scioli esas reacciones le vienen como anillo al dedo: su estrategia es la de mostrarse como un político que dialoga con todos sin sacar los pies del plato del kirchnerismo. En el Gobierno parecen no terminar de entender que criticar al exmotonauta por esas reuniones (ya las tuvo con Hugo Moyano, Roberto Lavagna y Mauricio Macri, entre otros) no es más que hacerle campaña gratis.
¿No es muy arriesgada la jugada de Scioli estando tan necesitado de fondos nacionales? La respuesta es no, ya que el Gobierno nacional quedaría muy expuesto en una provincia que tiene que ganar indefectiblemente si quiere seguir adelante con el sueño de una Cristina eterna.