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Por Walter Octavio Chihán (médico veterinario).
Los indios Cree (grupo nativo norteamericano) la llaman Sikak, los zoólogos la denominan Mephitis mephitis, su piel la hace pasar por marta de Alaska. La gente, en general, la conoce con los nombres de zorrino, mofeta o zorrillo. Pocas hacemos un esfuerzo para conocerlo mejor o para comprenderlo y entender su forma de vida. Y eso es un error, pues nos impide familiarizarnos con una de las más amistosas y divertidas criaturas de los bosques. Pertenece a la familia de los Mustélidos.
A fines de abril o en mayo, cuando las veteadas espiguillas verdes de la skunk-cabbage, que es una yerba fétida de la familia del yaro, emergen de los lugares pantanosos, nace el zorrino o mofeta. Forma parte de una camada que puede llegar casi a la docena y el lugar de su nacimiento es, muy a menudo, un túnel abovedado horadado en la tierra helada, pacientemente tapizado con hojas secas y hierbas entrelazadas para protegerlo contra el frío de las noches de primavera.
Este animal recién nacido es un ser indefenso, no mayor que un ratón de campo. Su niñez es larga. Cuando ha alcanzado la edad de un mes pesa de unos 285 a 310 gramos; a esta edad las aves silvestres tienen todo el plumaje y los ratones de monte, están casi preparados para aparearse y tener crías. Acá no se aventura aún a asomarse al maravilloso mundo soleado que la espera a la puerta de su madriguera. Pero ya posee claros signos de que es una mofeta.A la séptima u octava semana la joven mofeta, ya por fin destetada, está lista para realizar correrías en el exterior, mientras camina solemnemente tras su madre, entre las margaritas, su pequeña y peluda cabeza parece comprender que el mundo al que ha llegado no le reserva horrores de ninguna clase. Se enfrenta a su medio ambiente con una especie de aceptación complaciente y de confusa afabilidad.
Enseguida comienza a ganarse la vida. Por suerte tiene un apetito singularmente universal. Come semanalmente varias veces su peso de saltamontes, grillos, chinches de campo, ratones y escarabajos de la papa, enemigos todos ellos del agricultor. Le gustan los gusanos del tabaco y del tomate, y es el mejor destructor de las orugas de polillas. Es, en definitiva, el más eficaz de todos los animales como destructor de plagas.
El zorrino desarrollado es tan grande como un gato doméstico y pesa de 3 kilos y medio a 5 y medio. De sus 70 centímetros de longitud, desde la punta de la nariz hasta el extremo de la cola, 25 corresponden a ésta. Se trata de una maravillosa y soberbia cola, casi tan ancha como larga y con la punta de color blanco nieve. Se arrastra tras del animal como un plumoso penacho ondulante, y es una cola propia de un ser tan amistoso como imperturbable, pues tal es el carácter de la mofeta en su madurez.
Los brillantes ojos negros no muestran hostilidad, ni terror, sino una especie de calma filosófica. Su satisfacción no se echa a perder ni siquiera por esa pretensión de independencia personal que a menudo convierte a los jóvenes animales y seres humanos en enojadizos. Junto con su madre y toda la camada ya madura continúa habitando la madriguera donde nació. La familia sigue saliendo unida en periódicas excursiones de caza. En tales ocasiones todos ellos van, por un curioso y ancestral acuerdo, en fila india. A veces, además, juegan.
Pocos hombres han presenciado los juegos de los zorrillos. La pequeña “troupe” suele reunirse para jugar cuando comienza el crepúsculo. Cinco o 6 ejemplares, o aún más, se colocan en círculo con la nariz apuntando hacia el centro, y comienza una especie de danza ceremoniosa. Al unísono, los jugadores avanzan a saltitos con las patas tiesas hasta que sus narices se tocan, y después de un momento retroceden con el mismo paso a la periferia del círculo. Repiten este grave y grotesco rito hasta una docena de veces, cada movimiento es tan invariable y preciso como un reloj. Luego, repentinamente, el grupo se dispersa en su busca nocturna de insectos y salamandras.
Por supuesto llega un momento en que la mofeta debe sufrir la experiencia de la que ninguna criatura de la tierra está exenta: el encuentro con el enemigo. Cuando una mofeta avanza plácidamente a lo largo de un sendero campestre y se encuentra por primera vez en su vida con un hostil perro guardián de una granja, es el momento en que el animal alcanza la total expresión de su especie. Es entonces cuando sigue el mandato de un instinto repentinamente despertado, la norma de comportamiento de todas las mofetas a través de los tiempos.
Tranquilamente, sin miedo ni malicia, observa al perro guardián. Tan grande es su resistencia a poner fin al pacífico curso de su paseo vespertino, que se queda durante un momento absolutamente quieta, pensando quizás que el estrépito de los ladridos se calmará enseguida y que el can se alejará. Pero en vez de ello el perro avanza, gruñendo con rabia. Esto es un grave error. Lentamente la mofeta baja su peluda y rayada cabeza, arquea delicadamente la espalda y con grave formalidad golpea con sus patas anteriores en el suelo. Este tenue “zapateo” acompasado no es un sonido aterrador, pero los habitantes del bosque lo entienden perfectamente y responden a él con la misma rapidez que ante el zumbido de la serpiente de cascabel. Pero el loco e ignorante perro considera el gesto como una estúpida zapateta y amenaza de nuevo al animal. Todavía no responde la mofeta al desafío. Existe un ritual prescripto para tales situaciones y la mofeta lo sigue al pie de la letra: clava la vista ante sí, sin pestañear, y sacude muy lentamente la cabeza de un lado a otro. Es un gesto extraño, casi como lastimero. Es la segunda parte de la advertencia, que consta de tres partes.
Pero aún el perro no lo ha comprendido y no hace caso, y llega el instante de la tercera y última advertencia, eleva graciosamente su amplia y empenachada cola. La levanta hiniesta sobre su rayada espalda y el blanco extremo de la misma se pone gradualmente erecto. Solo duda un instante, luego, violentamente da media vuelta y presenta el trasero al perro. Su pequeña y fuerte espalda se arquea en un repentino movimiento convulsivo. Un delgado chorro de líquido centellea fosforescente en el crepúsculo veraniego. A unos 80 centímetros de donde está la mofeta los árboles y las hierbas quedan regados por una espuma ardiente. Un olor acre, sofocante, satura la tierra y las hojas, y se extiende cientos de metros a su alrededor. Desde lejos llega a oídos de la mofeta el agonizante lamento de un perro que corre.
Una defensa única
Los encuentros violentos son raros, y generalmente da largos paseos en los frescos atardeceres, aprendiendo a aplastar las pequeñas serpientes, que se hallan escondidas entre las hierbas, con sus pesadas garras planas y convirtiéndose en un consumado cazador de abejas y avispas. Las alborota, como hace un oso, por medio de prodigiosos zarpazos y cuando bullen en bandadas alrededor de su peluda cabeza, las golpea contra el suelo con sus poderosas patas anteriores. A menudo le pican dentro de la boca y en los labios o el gaznate, pero no siente las picaduras. Por suerte suya es totalmente inmune al aguijón de las abejas.
Durante todo el otoño, continúa su nocturno rondar. A veces algún ser de su tribu asalta un gallinero, pero tales individuos son raros.
Cuando aparecen los primeros fríos come con voracidad creciente. Después cuando aparecen los vientos fríos o en zonas donde hay nieve, no sale de su madriguera para nada. La nieve obstruye la salida y evita el enfriamiento de la madriguera y el zorrino permanece inmóvil en su nido forrado de hierbas. Su madre y hermanos están también allí y así entra en su sueño invernal. Permanecerá allí, dormido y casi sin respirar, hasta que un sutil impulso le indique que ha llegado la primavera y que es tiempo de aparearse. Cuando sale a buscar compañera, puede recorrer grandes distancias.