inicia sesión o regístrate.
Los avances en las negociaciones bilaterales entre Estados Unidos y China, que disipan el fantasma de una "guerra comercial" de inciertas consecuencias, focalizaron la atención internacional en lo que constituye el eje de la política contemporánea. Porque el vertiginoso ascenso de una nueva superpotencia, que puso fin al unipolarismo estadounidense surgido en 1991 tras el derrumbe de la Unión Soviética, modificó el escenario mundial y disparó un sinfín de pronósticos apocalípticos que están más originados en las analogías históricas que en un análisis específico de la realidad del presente.
En un párrafo de la declaración conjunta que las delegaciones de ambos países suscribieron días pasados en Washington, está la clave del acuerdo en ciernes: "Para satisfacer las crecientes necesidades de consumo del pueblo chino y el requisito de un desarrollo económico de alta calidad, China aumentará significativamente la compra de bienes y servicios de Estados Unidos. Esto ayudará al crecimiento y al empleo en Estados Unidos".
La Casa Blanca considera una prioridad estratégica la reducción del monumental déficit comercial que Estados Unidos mantiene con China, que en 2017 ascendió a 375.000 millones de dólares, y pretende reducirlo a 200.000 millones de dólares. Si bien Beijing no se comprometió a una cifra determinada, las conversaciones posibilitaron que Estados Unidos anulase los aranceles del 25% establecidos a las importaciones de productos chinos por valor de 60.000 millones de dólares. Ese retroceso aventó el peligro de que Beijing aplicara represalias económicas que iniciarían una escalada de incierto final.
El fuego, quema
Más allá de la retórica política, a la que Donald Trump suele introducir toques incendiarios, ambas partes saben que el fuego quema. China es el principal mercado para las exportaciones norteamericanas y Estados Unidos el principal mercado para las exportaciones chinas.
Por más que Trump despotrique contra las consecuencias negativas del traslado de las inversiones de las corporaciones multinacionales norteamericanas a China, lo cierto es que las importaciones chinas son también un insumo indispensable para las cadenas productivas de numerosas industrias estadounidenses. Ninguno de ambos competidores puede prescindir del otro. La peor catástrofe que podría sucederle a la economía norteamericana sería una debacle de la economía china y, a la inversa, lo peor que le podría ocurrir a China sería una crisis económica en Estados Unidos.
Como diría Jorge Luis Borges, "no los une el amor sino el espanto". La interdependencia generada por la globalización hace que las relaciones entre Estados Unidos y China estén guiadas hoy por el reconocimiento de la vigencia en el terreno económico del principio de la "destrucción mutua asegurada", un término acuñado durante la guerra fría para graficar lo que significaba en el plano militar la bomba atómica como una paradójica garantía de paz entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
Como la sabiduría política consiste en convertir la necesidad en virtud, Washington y Beijing están obligados a buscar una salida airosa a esa encrucijada estratégica. El camino escogido es generar las condiciones para un fuerte incremento de las exportaciones norteamericanas a China, de modo de avanzar hacia un menor desequilibrio en la balanza comercial bilateral y favorecer el crecimiento de la economía estadounidense.
Entre la cooperación y el conflicto
La actitud china nada tiene que ver con la beneficencia, sino con su interés nacional. El presidente Xi Jinping es el artífice del cambio en el paradigma de desarrollo nacional. El modelo basado en la industrialización masiva de productos industriales, puesto en marcha por Deng Xiao Ping en 1979, orientado a la exportación, favorecido por las inversiones extranjeras que encontraban en los bajos costos salariales de una fuerza laboral inmensa y relativamente calificada un poderoso incentivo para radicarse en el coloso asiático, quedó definitivamente atrás.
El saldo es la transformación de China en la segunda potencia económica mundial.
Su déficit: las desigualdades sociales y un tremendo daño ambiental que convirtió a China en el mayor contaminador del planeta.
En sustitución de aquel modelo, que constituyó el mayor éxito económico de la historia universal, emerge ahora una nueva estrategia, fundada en la ampliación del consumo interno y en un salto cualitativo en el sistema productivo para competir con Estados Unidos en el mundo de la alta tecnología. El régimen de Beijing se ha propuesto extender a todo su territorio y a sus 1.350 millones de habitantes el nivel de vida de los 400 millones de habitantes de la nueva y pujante clase media emergente, surgida en las ciudades de la costa.
Estos nuevos objetivos nacionales requieren una mayor apertura en distintos sectores de la economía china. Mejorar la alimentación de la población supone un aumento en el consumo de carne y exige incrementar las importaciones de soja y maíz para la cría del ganado.
Reducir los insoportables niveles de polución atmosférica demanda reducir la utilización del carbón como combustible y sustituirlo por energías menos contaminantes.
Estados Unidos está en condiciones de contribuir en la solución de estos temas. Las negociaciones en curso incluyen una fuerte suba de las compras chinas de la soja norteamericana. Permitirán también un alza importante en las adquisiciones chinas del "shale gas", cuya explotación convertirá en los próximos años a Estados Unidos en el primer exportador mundial de energía. Esos dos rubros solos pueden satisfacer la necesidad de disminuir el déficit comercial que atormenta a Trump.
Donde la cooperación bilateral no está en condiciones de avanzar es en el terreno de la alta tecnología. El representante comercial estadounidense en las negociaciones, Robert E. Lighthizer, lo puso en blanco sobre negro: "Lo único que me preocupa son las tecnologías de "Made in China 2025" (inteligencia artificial, vehículos autónomos, automóviles eléctricos, etc.)". Esta restricción cualitativa, que tiene incidencia en el terreno militar, no es numéricamente significativa. La exportación de esos productos representa hoy el 2,6% de las ventas chinas al exterior y apenas el 0,5% de las importaciones norteamericanas. En este rubro, el proteccionismo estadounidense no es económico sino geopolítico.
Como sucede con todo vínculo estratégico, la relación entre Estados Unidos y China tiene una dimensión de cooperación y una esfera de conflicto. Washington y Beijing acordaron incrementar la cooperación y administrar el conflicto.