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Las elecciones generales de hoy encuentran como escenario a un continente convulsionado, y a un país enfrentado a problemas graves y dividido por antagonismos profundos que conspiran contra los consensos imprescindibles para la democracia.
Esta es la novena elección presidencial desde 1983. Los 36 años transcurridos desde entonces constituyen el más extenso período de elecciones regulares registrado desde la sanción del voto universal, en 1912. Incluso, las crisis de gobernabilidad ocurridas en 1989 y en 2001 fueron resueltas por la vía institucional. Con todas sus limitaciones, la democracia sigue siendo el mejor sistema de gobierno.
No hemos construido todavía una democracia cultural, que garantice el pluralismo y la representación de las minorías; en la vida política siguen prevaleciendo liderazgos que se pretenden irremplazables y campañas electorales basadas en halagar los oídos diciendo lo que se supone que la gente quiere oir. El ciudadano, entre tanto, ignora los diagnósticos y los proyectos para impulsar el desarrollo, porque los candidatos no los explican.
Vienen tiempos muy difíciles.
La crisis social del país se viene acumulando y agravando en estas casi cuatro décadas, pero el sistema democrático tendrá hoy un nuevo aval, el de la participación ciudadana.
Es de esperar que, en esta ocasión, el ganador y el derrotado en las urnas muestren hidalguía democrática y no reiteren episodios bochornosos como los de 2015, cuando Cristina Fernández se negó a entregar los atributos del mando a Mauricio Macri.
Es decir, es de esperar que todos los candidatos acepten el rol que a cada uno les asignó la ciudadanía con sus votos.
No se trata de simpatías personales, sino de ética republicana.
El poder, en democracia, es del votante; la presidencia, o la banca, deberían ser un servicio y no una propiedad personal o dinástica, como en las monarquías. Por eso la democracia requiere consensos y cuando estos son imposibles, el sistema no funciona, aunque se vote.
No son democráticos un oficialismo que en el Congreso vota con obsecuencia o una oposición que no es capaz de debatir soluciones de fondo y se limita a destruir las iniciativas y a desconocer a quien gobierna.
Nuestra democracia carga con muchos residuos autoritarios, a los que se suman los casos probados de corrupción, los vaivenes de la Justicia y el vacío de proyectos.
La presente campaña ha tenido por tema central la pobreza y el desempleo, pero nadie ha de resolver esos problemas perentorios por arte de magia. La conciencia y el reconocimiento de derechos genera demandas legítimas que la economía no alcanza a satisfacer. La economía del mundo marcha a un ritmo que la región no logra seguir.
Nuestro país tiene problemas macroeconómicos profundos, que producen crisis periódicas y que afectan a los sectores más vulnerables. Se trata de un círculo vicioso, porque el sistema productivo no alcanza para sostener el sistema; a la inversión en la salud, la educación y la seguridad, el Estado debe agregar subsidios a pequeñas empresas, a organizaciones de desempleados o a sectores de ingresos muy bajos; esto produce déficit, que solo puede ser abordado con más impuestos, inflación o deuda. A lo largo de treinta años de experimentos, esto se ha traducido en desfinanciamiento del sistema previsional, una presión impositiva agobiante y un régimen laboral que para las empresas empieza a ser insostenible.
Esta agenda deberá abordarse en el nuevo ciclo republicano que se inicia este año. Las amenazas que se ciernen sobre el país a futuro son graves. Pero los pueblos salen adelante cuando, a través de los dirigentes, toman la decisión de comprometerse en una serie de metas comunes, contemplando las necesidades de todos los miembros de la sociedad y las normas de la economía, en el marco de las leyes de la Nación. Gane quien gane, deberá manejarse con sabiduría; en tanto, a quien le toque ser opositor le corresponderá la grandeza imprescindible de contribuir a la construcción de la Nación, con la mira puesta en el futuro del país y no en las próximas elecciones.