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25 de Junio,  Salta, Centro, Argentina
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Relato de la desolación

Por Agustina Ernst Saravia
Viernes, 01 de abril de 2022 22:20

Ellos se enfrentaron a un destino obligado, a un olvido desgarrador; y nosotras, apenas unas adolescentes, sufrimos una desesperanza precipitada.

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Ellos se enfrentaron a un destino obligado, a un olvido desgarrador; y nosotras, apenas unas adolescentes, sufrimos una desesperanza precipitada.

Ese año, las clases comenzaron con la novedad de que ya no estaba la directora anterior, una monja de cara redonda y mejillas coloradas, demasiado buena para estar a cargo de casi mil alumnas que asistíamos a ese colegio de señoritas. La reemplazante, la Madre María Elena, era una religiosa bastante más joven y con un carácter diametralmente opuesto al de su antecesora. 

Una vez finalizada la misa de los primeros viernes que oficiaba el Padre Patricio en honor al Sagrado Corazón de Jesús, comenzaba la diversión: salíamos a las corridas, a los saltos, y a los gritos por los patios del colegio; igual que hinchas en un partido de fútbol. Pero ese día un grito nos dejó quietas. La directora, con una voz potente como de otro mundo, nos mandó a las aulas. Obedecimos en silencio, igual que ovejas de un rebaño. 

La madre María Elena se paró de manera estratégica frente a la baranda que daba a los cursos y comenzó un sermón. Nosotras sólo retuvimos que a partir de ese momento no permitiría la indisciplina ni la falta de patriotismo. Era el 2 de abril de 1982.

Nos enteramos que había comenzado una guerra de la cual no había atisbo alguno. Las cosas cambiaron no solo en el colegio, sino en el país que, expectante, se unía al desafío de derrotar al invasor que hacía tiempo se había apoderado de parte de nuestra soberanía. 

Sedientos de noticias, nos volcábamos a los medios de comunicación: Canal 11, Radio Salta, Radio Nacional y El Tribuno. La inmediatez la daba un pizarrón colocado en la puerta de la Redacción de ese diario, ubicado al frente de la plaza principal y una sirena anunciaba que había novedades. Allí nos amontonábamos para estar al tanto de lo que pasaba en las islas. 

La información provenía del aparato de propaganda a cargo del Ejército. Incluso usaron una estrategia de la Segunda Guerra Mundial: la instalación de una radio clandestina llamada Liberty. Las emisiones se realizaban en inglés y en frecuencias que se cambiaban para evitar interferencias. El objetivo era bajar la moral de los combatientes británicos a través de mensajes emotivos a cargo de una voz femenina sensual, acompañados de música que evocaba la cotidianeidad perdida. 

Mientras tanto, en el colegio nos avocábamos a diferentes campañas para ayudar a la causa. En los recreos escuchábamos el himno a Malvinas, los rezos, intenciones y ofrendas se intensificaron, tejíamos bufandas y les escribíamos a los soldados. También juntábamos el cobre de nuestras casas para convertirlo en balas. 

A medida que pasaban los días nos volvimos expertas en el punto santa clara, las palabras emotivas y la letra cursiva en las cartas que enviábamos. Nos presentábamos con nombre, apellido y domicilio con la ilusión de iniciar un ida y vuelta de misivas, después de todo, los soldados eran apenas un poco más grandes que nosotras. También los alentábamos y agradecíamos lo que hacían por el país. Con cuidado colocábamos las cartas entre el papel metalizado y la faja de colores que venía en los chocolates y, en otros casos, los sobres iban agarrados con un alfiler de gancho a las bufandas. 

El relato de la victoria no se pudo sostener en el tiempo. De a poco los medios de comunicación empezaron a informar lo que sucedía. El viento helado del sur era testigo del desamparo y la falacia artera. 

Mientras tanto, las noticias sobre la venta de chocolates con cartas en su interior se repetían a lo largo y ancho del país. Nunca fabricaron las balas ni informaron qué pasó con el cobre. Tampoco recibimos respuesta de los soldados.

La bronca y la desolación fueron enormes; el país estaba nuevamente dividido; muchas vidas quedaron en las islas y los combatientes volvieron con el sabor amargo de sentirse carne de cañón.

Nuevos aires se respiraron al año siguiente. Es que, fruto de una guerra inoportuna y a un precio demasiado alto, una nueva esperanza llegaba para los argentinos y así el 10 de diciembre de 1983, recuperamos la democracia.
 

 

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