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José de San Martín nació un 25 de febrero de 1778. Sus padres Juan de San Martín y Gregoria Matorras, habrían de conocerse y contraer matrimonio en la ciudad de Buenos Aires, muy lejos de donde vieron la luz en Cervatos de la Cueza y Paredes de Navas, respectivamente y distantes escasos 20 kilómetros entre sí.
Don Juan de San Martín
El padre, Juan, a los 18 años decidió dedicarse al servicio de las armas, sentando plaza en el Regimiento 4 de Infantería de Lisboa. Con esta unidad hizo cuatro campañas contra los moros en el norte de África. El servicio en esta región era duro, sacrificado y plagado de acechanzas. Luego de siete años de penurias fue ascendido a sargento. Posteriormente se le nombró en la compañía de granaderos, y luego de un lustro fue promovido a sargento de primera clase. Este regimiento guarnecía diferentes puntos de la península: Galicia, Guipúzcoa, Navarra, Extremadura y Andalucía. Más tarde, regresa con los granaderos a defender los presidios fortalezas del norte de África. El 21 de octubre de 1764, a punto de trasladarse al Río de la Plata, se le computaron diecisiete años y trece días de campaña.
Con 35 años, sus cualidades militares eran manifiestas. El sargento mayor del regimiento Ignacio Ximénez de Iblusqueta expresaba que poseía: "capacidad buena, valor regular (en el sentido de ajustado y conforme a regla), aplicación muchas, conducta sobresaliente". Su estado civil: soltero.
El 20 de noviembre de 1764, recibió los despachos de teniente y la orden de marchar a Cádiz, para dirigirse a Buenos Aires.
Al llegar a Buenos Aires, el gobernador Pedro de Cevallos le encomendó el adiestramiento e instrucción del Batallón de Milicias de Voluntarios Españoles. Al año siguiente fue destinado a las fuerzas que desde el Real de San Carlos bloqueaban la Colonia del Sacramento. Posteriormente se le otorgó la Comandancia del Partido de las Vacas y Víboras en Uruguay. En esa plaza habría de luchar contra el contrabando, por lo que don Juan se abocó a la vigilancia que resultaba beneficiosa para la Corona, pero que representaba pérdida para los intereses locales. Francisco de Paula Bucareli y Ursúa, sucesor de Cevallos, redobló esfuerzos para impedir el comercio ilegal. En consonancia, el teniente San Martín acentuó el rigor de la vigilancia con el beneplácito del mandatario.
El 2 de abril de 1767 Carlos III dictó una pragmática resolución por la cual se disponía la expulsión de los jesuitas, con la confiscación de los edificios y demás bienes que poseyeran en la Península y en sus vastas posesiones. La Corona designó a los nuevos administradores. Bucareli dispuso que San Martín dirigiese la estancia Las Huérfanas, a la par que continuaba con sus obligaciones militares.
Doña Gregoria Matorras
Hija del primer matrimonio de Domingo Matorras y María del Ser, quedó huérfana de madre a los 6 años. A los 30 y aún soltera, viajó al Río de la Plata con su primo, el licenciado y coronel Jerónimo Matorras, designado gobernador y capitán general de Córdoba del Tucumán. Antes de zarpar, el 26 de mayo de 1767, había obtenido licencia para llevar consigo a su prima Gregoria, a un sobrino y a otras personas. Gregoria, mujer hecha y derecha, había dejado su tierra con la perspectiva de una nueva vida que incluyese la formación de un hogar y la maternidad. Gregoria era mujer que poseía educación y carácter, prendas que se reflejaron en sus hijos.
En Buenos Aires conoció a Juan de San Martín, se enamoraron y se prometieron. Este amor se concretó en matrimonio (por poder) el 1 de octubre de 1770, y fue celebrado por el obispo de Buenos Aires, don Manuel de la Torre, amigo y paisano del novio. El matrimonio residió en Calera de las Vacas. Los hijos no se hicieron esperar: María Elena, Manuel Tadeo y Juan Fermín Rafael, entre 1771 y 1774.
Cuando Juan de San Martín cesó como administrador de la estancia, el gobernador Vértiz y Salcedo, lo designó con fecha 13 de diciembre de 1774 teniente gobernador del departamento de Yapeyú, sitio en el que contuvo a los portugueses. Aquí nació su cuarto hijo Justo Rufino. En esta región desarrollaría una notable obra de progreso económico. El 25 de febrero de 1778 nacía el más pequeño: José Francisco, el que llevaba el signo de la gloria. Cumplida la tarea encomendada retornó a Buenos Aires, lugar donde enfermó de gravedad, llegando a testar. Sin embargo, se curó de su dolencia y el matrimonio decidió regresar a España, solicitud que fue atendida por real orden del 25 de marzo de 1783. La familia se estableció en Madrid.
Es notable cómo desde sus primeros años, San Martín manifestase un espíritu austero que se tornó en uno de los rasgos esenciales de su personalidad. Fue un niño estudioso, reconcentrado, cumplía con sus obligaciones escolares y gustaba del dibujo, la lectura, los ejercicios matemáticos y la música.
Su madre propició sus estudios de guitarra, afición que conservó siempre. Durante su permanencia en Francia tomó lecciones con el gran compositor español Fernando Sors, a quien conoció en el palacio de su futuro amigo Alejandro Aguado. Tenía también una especial predilección por el dibujo, que practicó a lo largo de su existencia. Concurrió a la Escuela de Temporalidades de Málaga, antiguamente regenteada por los jesuitas, un establecimiento de enseñanza gratuita en los que estudió ortografía, gramática, aritmética, catecismo, principios de moral y latín. Se destacó por su excelente caligrafía.
La precocidad de José llamaba la atención de sus compañeros. También se destacó en natación en las playas malagueñas y equitación en sus campos. Esta última era una destreza normal por aquellos días.
El 1 de julio de 1789 solicita desde Málaga que se le hiciera la gracia de que a ejemplo de su padre y hermanos cadetes, se le incorporara en el Regimiento de Murcia, "El Leal". Se le dio el alta el 15 de ese mes por decreto del marqués de Zayas. Contaba tan solo once años y cinco meses, a pesar de que la edad mínima de ingreso por ordenanzas era de 12 años. Por aquellos días los cadetes no tenían obligación de alojarse en el cuartel, por lo que se presume que San Martín vivió en su casa. Luego de 14 meses como cadete y antes de cumplir los 13 años, en septiembre de 1790 fue enviado a Melilla como parte de un destacamento en tiempos en los que Muley Yasid, sultán de Marruecos, declaró la guerra a España. Las siete semanas que permaneció en aquel sitio, aprendió in situ las artes de las armas.
A fines de 1790 retornó a Málaga. Luego de cinco meses en esta plaza, recibió orden de partir con su batallón hacia Mazalquivir para reforzar la plaza, pero no entró en combate.
Su bautismo de fuego tuvo lugar el 28 de junio de 1791, cuando los moros comenzaron a atacar Orán que había sido asolada por un terremoto meses antes. El bey (*) de Mascara lanzó contra la plaza fuerzas cuantiosas y entrenadas. San Martín había solicitado dejar la compañía de fusileros y pasar a la de granaderos, para lo cual hizo valer su destreza en el lanzamiento de bombas, circunstancia que fue destacada en su foja de servicios.
El 30 de julio de 1791, se acordó una tregua de quince días. Más tarde fue necesario entregar la ciudad, aunque el batallón permaneció en ella siete meses más, hasta la total evacuación el 27 de febrero de 1792 cuando San Martín acababa de cumplir 14 años.
Los agitados vientos que la revolución francesa ocasionó hizo que a mediano plazo se detonaran diversos focos de guerra en Europa en los que San Martín se batió con su proverbial valor y disciplina. Las huestes napoleónicas sembraron nuevamente la guerra sin freno en los campos del Viejo Continente y nuevamente nuestro prócer tuvo una destacada actuación.
En el espíritu de San Martín gravitaban con fuerza sus experiencias de soldado al servicio de la monarquía borbónica como las noticias que llegaban desde las posesiones americanas. Un llamado del terruño, de patriótica grandeza gestó el regreso. El 19 de enero de 1812, la fragata George Canning zarpaba en medio de la bruma con destino a Buenos Aires.
En tierras del Plata le esperaban grandes desafíos: poner su espada al servicio de la consecución de la Independencia de tres naciones: Argentina, Chile y Perú, empresa que acometió con la disciplina y responsabilidad que fueron la base de su accionar.
Dos grandes objetivos se impuso nuestro prócer: el primero para con la América, perseverando en sus planes emancipadores, su temperamento de libertador lo impulsaba a la acción en el dilatado espacio sudamericano, el segundo como soldado ante la guerra civil y sostenedor del orden legal. En este punto sentía invencible repugnancia a tomar partido en cuestiones intestinas. Sin pasiones locales, divorciado de los partidos, sin ambición política, estoico, austero, ético, un hombre grande que merece ser incluido en el panteón universal de los que aportan al progreso de la humanidad.
Es San Martín hombre de acción, pero también de pensamiento, un alma noble que eleva su pasión a la potencia del genio y las convierte en fuerzas para obrar sobre los acontecimientos.
A doscientos cuarenta y cinco años de su natalicio, y en momentos en que nuestra república se encuentra con una economía dinamitada, una sociedad fragmentada, en una gestión política que no atina a resolver los problemas de la ciudadanía, cabría que su dirigencia encuentre en las acciones sanmartinianas un norte a seguir y no derruir a la sociedad con estériles luchas intestinas.
(*) Autoridad local