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"¡América!" grita uno de los pasajeros en la cubierta del SS Virginian al entrever la antorcha de la Estatua de la Libertad a pesar de la niebla.
Así comienza "La leyenda de 1900", en la que Giuseppe Tornatore muestra la esperanza de esos inmigrantes que, después de meses de mar agitado, afloraba intacta y con nuevos bríos al ver la estatua que prometía un futuro mejor y una vida digna: habían llegado a la Tierra Prometida por antonomasia.
¿Cómo no conmoverse ante la imagen de esos barcos cargados de inmigrantes (que entre sus bártulos llevaban hasta raíces de parra del suelo natal) cuando hacinados en cubiertas y bodegas, llegaban ¡por fin! a Ellis Island y enmudecían ante la Estatua?
Y así fue que durante los siglos XVIII, XIX y XX, nació y empezó a consolidarse el sueño americano de fronteras abiertas donde (de iure o de facto) la libre circulación de personas estaba asegurada y las penurias de los inmigrantes eran sólo las de quien sufre el desarraigo y la añoranza de lo que se dejó atrás.
Es tan cierto como natural que Estados Unidos ha priorizado siempre la inmigración anglosajona: al fin y al cabo, las 13 colonias originarias eran británicas, anglo parlantes y en su mayoría protestantes, aunque no es menos cierto que con el correr de los siglos -y millones de dólares y petrodólares mediante- la inicial animadversión hacia asiáticos, medio-orientales y musulmanes fue disminuyendo (o disimulándose) mientras las universidades, masters y doctorados en universidades americanas se volvían meta obligada para estudiantes, profesores e investigadores.
Y desde entonces llegan de todo el mundo con el mismo optimismo con el que en 1620 llegaron en el Mayflower ese puñado de calvinistas estrictos que profesaron y transmitieron la austeridad, el esfuerzo, la discreción y la circunspección que los distingue y cuya confianza en la supremacía de Dios es la que se plasma en el billete de dólar con la inscripción de "In God we trust": "En Dios confiamos".
Recelosos de la Iglesia de Inglaterra y también de la Iglesia Católica, esos pioneros son hoy honrados y venerados como los Padres Peregrinos y se los considera los Padres Fundadores de la Nación: 102 personas que, lideradas por William Bradford, llegaron huyendo de la guerra, la violencia y la intolerancia religiosa, tal como hoy llegan quienes aspiran a conseguir la ansiada ciudadanía americana.
"En los siglos XVIII, XIX y XX, nació y empezó a consolidarse el sueño americano de fronteras abiertas donde la libre circulación estaba asegurada".
Las primeras disposiciones para otorgar la ciudadanía americana (se dicen americanos porque el nombre completo de su país incluye el continente: Estados Unidos de América) es la Ley de Naturalización de 1790, que se otorgaba a "personas blancas y libres… y de buena moral", excluyendo a indios, negros, asiáticos y sirvientes sin sueldos (trabajadores sin remuneración monetaria).
La ley establecía que "la ciudadanía no le corresponderá jamás a nadie cuyos padres no hayan sido residentes de los Estados Unidos". Y esto es más importante que anecdótico ya que respaldaría la reciente propuesta del presidente Donald Trump de no otorgar ciudadanía a niños nacidos en Estados Unidos de padres indocumentados, es decir, de padres que no son ni residentes ni ciudadanos. Pero, por la misma razón, debe señalarse que concluida la Guerra de Secesión (en la que la esclavitud fue una de entre muchas causas), la Ley de Derechos Civiles de 1886 otorgó la ciudadanía automática a cualquier nacido en los EEUU (ius soli), incluidos los chinos que habían sido los eternos marginados a través de la Ley de Exclusión China de 1882, la primera ley federal que prohibió la admisión de trabajadores por su origen étnico y que que recién fue levantada por el Congreso en 1943, cuando la China Nacionalista de Chiang Kai-shek combatió como integrante de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial.
Hasta 1965, una combinación de cupos anuales y el denominado "sistema de país de origen" permitió beneficiar a inmigrantes provenientes del norte y oeste de Europa en desmedro de los del este y del sur. La guerra de Vietnam permitió un significativo aumento de la inmigración asiática y, en 1968, se fijó en 170.000 la cantidad de inmigrantes "no originarios del Hemisferio Occidental", con un máximo de 20.000 de un mismo país, cuya admisión se decidía en base a la calificación del migrante y la necesidad de asilo político.
"Las políticas de inmigración están en la mira de Trump y las políticas inmigratorias demócratas chirrían mientras su entramado hace agua".
En 1986 Ronald Reagan impuso sanciones civiles y penales a los empleadores que, a sabiendas, contratasen trabajadores indocumentados (personas que no tienen status legal o autorización para trabajar o permanecer en el país, porque se vencieron los plazos del permiso, aunque hubiesen entrado de manera legal).
Pero las condiciones se endurecerían aún más después del atentado terrorista contra las Torres Gemelas en septiembre de 2001 en que se dio absoluto predominio a la seguridad nacional a través de distintas medidas: se restringieron los pedidos de asilo y se inició el proceso para construir el gran muro en la frontera con México con el que Estados Unidos busca impedir el arribo de hispanos y latinoamericanos a los que la pobreza, el hambre, el populismo, las dictaduras y su desdén hacia las instituciones expulsan de sus países y los obligan a buscar esa tierra prometida.
Pero esa tierra prometida ha cambiado y el presidente ¿republicano? es Trump.
Conceptos como discriminación positiva, acción afirmativa, corrección política o batalla cultural que -en desmedro del mérito- hasta ayer dominaban los medios, los campus, los espacios culturales y eran bandera mayestática del Partido Demócrata han sido desestimados por los votantes en la última elección, en la que quince millones de demócratas –que sí habían votado a Joe Biden en la elección anterior- se abstuvieron de ir a votar en 2024 y abandonaron a Kamala Harris contra Trump pese a que se la consideraba ganadora del debate electoral.
Resultado de esta abstención: el segundo mandato de Trump, que ganó no sólo el Colegio Electoral sino también, por primera vez, el voto popular, aumentando sus partidarios y consiguiendo mayorías en ambas Cámaras y en todas las categorías demográficas pese a haber denostado y atacado a los grupos inmigrantes: que los haitianos se comían perros y gatos, que Harris importaba sudacas para la votaran, que miembros del Tren de Aragua venezolano asolaban el país y los crímenes aumentaban.
De la promesa electoral de "deportación masiva ya" a las deportaciones en curso había solo un paso. Ilegales, indocumentados, muchos de ellos delincuentes son expulsados al vecino México, que mientras acepta a sus connacionales y también a alguno que otro que no lo es, pregunta "¿Por qué debo recibir extranjeros?" y EEUU le contesta "Porque los dejaste pasar."
Las políticas de inmigración están en la mira del Presidente y las políticas inmigratorias demócratas chirrían mientras el entramado demócrata hace agua y sus "ciudades santuarios" están en la mira del gobierno.
Surgidas en los '80, cuando las luchas intestinas de El Salvador y Guatemala empujaban a miles de migrantes a huir hacia Estados Unidos donde algunas iglesias los alojaban y alimentaban, las autoridades de las ciudades santuarios –invariablemente demócratas- no sólo protegen a los indocumentados y a los ilegales sino que se niegan a colaborar con las agencias federales de inmigración e impiden el cumplimiento estricto de las leyes migratorias, sea por falta de apoyo, restricción del uso de sus recursos en operativos migratorios o una abierta negativa a las leyes migratorias. Como no podía ser de otra manera, varios estados –invariablemente republicanos- han sancionado leyes anti-santuario que obligan a los gobiernos locales a colaborar con las autoridades nacionales y las leyes de inmigración.
Esto ha reavivado la eterna discusión entre republicanos y demócratas. En enero de 2024, comienzo también del último año de gobierno de Biden, en la Cámara de Representantes del Congreso de EEUU (nuestros diputados) se presentaba un informe de un think tank cercano a la actual administración que destacaba el impacto fiscal negativo de la inmigración diciendo: "Los inmigrantes ilegales son una indiscutible sangría fiscal, ya que reciben más en subsidios gubernamentales que lo que pagan en impuestos. Este resultado no es fruto de la pereza o del fraude. En realidad, los inmigrantes ilegales tienen altos índices de empleo y pagan algunos impuestos, como por ejemplo el impuesto sobre la renta. La razón fundamental por la que estos inmigrantes son una sangría pura y dura es porque tienen un nivel promedio bajo de educación, lo que redunda en ingreso promedio bajo y pago de impuestos bajo. También implica que un gran porcentaje califica para programas de asistencia social y a menudo cobran beneficios por sus hijos nacidos en Estados Unidos. Al igual que sus equivalentes nacidos en EEUU de menor educación y bajos ingresos, los impuestos que pagan los inmigrantes ilegales ni siquiera cubren el costo que generan". El mismo informe destaca que cada inmigrante indocumentado recibe en servicios, en promedio, casi $70.000 dólares.
Un gasto que los ciudadanos consideran inaceptable y que explica, en parte, el segundo mandato de Trump quien, con durísima retórica, arremetió contra el gasto que significan los 12 o 13 millones de inmigrantes indocumentados que, se estima, viven hoy en EEUU, calculándose que tres millones de ellos ingresaron durante la presidencia de Biden y cuya política inmigratoria estaba a cargo de Harris.
Como en tantos otros temas que los asesores del poder buscan desentrañar, quizá no haya ni un avance tan arrollador de la derecha ni una defunción del progresismo o la retirada vergonzante de la izquierda que tanto gurú anuncia sin cesar. Quizá el ciudadano está simplemente harto de ver que el poder se comporta siempre del mismo modo, que busca sólo su beneficio personal por izquierda o por derecha, que desde la autoridad perpetra las iniquidades que solía denunciar desde el llano, que las preocupaciones del pueblo le importan un rábano y serán siempre ajenas con lo cual sería hora de empezar a preguntarse ¿a quién representan?
Para que la democracia como sistema no entre en discusión, hay que empezar a discutir la representación porque la representatividad sí lo está.
*National ChengChi University, Taiwán, ROC