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Francisco, la nueva gran figura política mundial

Sabado, 30 de noviembre de 2013 01:58

“¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”, preguntó José Stalin a Franklin D. Roosevelt en la famosa conferencia de Yalta. El presidente ruso Valentín Putin, un veterano ex agente de la KGB soviética, parece tener la respuesta. Su diálogo con el Papa Francisco implicó el reconocimiento de Moscú al rol central asumido por el Sumo Pontífice en el escenario mundial, exhibido recientemente en su exitosa intervención para buscar un cauce de negociación en la guerra civil siria y evitar una acción militar de consecuencias imprevisibles en el tablero de Medio Oriente.

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“¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”, preguntó José Stalin a Franklin D. Roosevelt en la famosa conferencia de Yalta. El presidente ruso Valentín Putin, un veterano ex agente de la KGB soviética, parece tener la respuesta. Su diálogo con el Papa Francisco implicó el reconocimiento de Moscú al rol central asumido por el Sumo Pontífice en el escenario mundial, exhibido recientemente en su exitosa intervención para buscar un cauce de negociación en la guerra civil siria y evitar una acción militar de consecuencias imprevisibles en el tablero de Medio Oriente.

Francisco y Putin aparecen como dos personalidades de primerísimo nivel en un mundo en que, luego de la crisis financiera internacional de septiembre de 2008, la unipolaridad estadounidense, surgida del colapso de la Unión Soviética, ha llegado a su fin. Estados Unidos necesita nuevos interlocutores. Hay una nueva estructura del poder mundial, signada por el irrefrenable ascenso del mundo emergente, encabezado por China. El G-20, una versión ampliada del antiguo Grupo de los 7, con la participación de las principales naciones emergentes, se ha transformado en la nueva plataforma de gobernabilidad global.

Francisco demuestra conocer a la perfección las características de esa nueva estructura de poder.

Para frenar la intervención militar en Siria, no se dirigió al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, cuya inoperancia es absolutamente manifiesta, sino que envió una carta a Putin en su condición de presidente temporario del G-20. Esa misiva papal fue el punto de partida de una vasta iniciativa diplomática multilateral que permitió impedir males mayores.

Pero ese reconocimiento fáctico del papel protagónico del G-20 no supone ni mucho menos una actitud de complacencia. Las severas críticas al ordenamiento económico mundial expresadas en su reciente exhortación apostólica “Evangelii Gaudium” (La Alegría del Evangelio), que constituye la más clara explicitación del plan de acción de su papado, demuestra que Francisco buscará que la Iglesia Católica participe activamente en la indispensable discusión política acerca de los valores éticos de la nueva sociedad mundial.

Católicos y ortodoxos

En el acercamiento entre Francisco y Putin está en juego también un objetivo estratégico del Vaticano: la normalización de la relación entre la Santa Sede y la Iglesia Ortodoxa Rusa, que en el largo plazo podría inclusive dar lugar a nada menos que a cerrar la división causada por el Gran Cisma de Oriente, registrado 1054, cuando el Patriarca de Constantinopla se negó a reconocer la autoridad del Papa romano.

Durante cuatro siglos, Constantinopla, cabeza del Imperio Romano de Oriente, fue considerada como la “segunda Roma”. La caída de Bizancio en manos de los turcos, ocurrida en 1453, le hizo perder esa condición, que desde entonces y hasta hoy fue asumida por el Patriarcado de Moscú, auto-concebido como la “tercera Roma”.

Semanas antes de su reunión con Putin, Francisco recibió a Hilarion de Volokolamsk, responsable de las relaciones exteriores del Patriarcado de Moscú. Ambos conversaron acerca de la posibilidad de una “reunión cumbre” entre el Papa y Cirilo I, Patriarca de Moscú y líder de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Sería el primer encuentro personal de este tipo en un milenio.

Los vínculos entre católicos y ortodoxos ya se habían intensificado sensiblemente durante el pontificado de Benedicto XVI. Este acercamiento fue facilitado por el hecho de que ambas iglesias no parecen mantener diferencias dogmáticas irreconciliables. La separación no tuvo nunca las implicancias teológicas que alcanzó después la Reforma Protestante. En realidad, el cisma de Oriente tuvo un trasfondo hondamente político: el emperador de Bizancio no toleraba admitir una autoridad espiritual extranjera en su territorio.

Dios, el zar y Putin

A diferencia de la Iglesia Católica, que a lo largo de su historia mantuvo siempre una distancia nítida entre la autoridad política y la autoridad religiosa, aunque las características de esa relación hayan variado notablemente según las épocas, los ortodoxos conservaron desde su origen aquella impronta original de sus vínculos estrechos con los poderes temporales. Por ese motivo, fueron acusados de “césaro-papismo”.

La Iglesia Ortodoxa Rusa cumplió un papel central en la construcción y consolidación del imperio zarista Incluso durante la era comunista, los prelados ortodoxos buscaron contemporizar con el poder soviético. Ese vínculo polémico provocó incluso una fractura, materializada a través de la creación de una Iglesia Ortodoxa en el exilio, con sede en Nueva York.

Sin embargo, ese comportamiento complaciente de la jerarquía ortodoxa le posibilitó sostener un mínimo espacio de legalidad para su actividad religiosa. Fue así que apenas desaparecido el régimen comunista logró rápidamente recuperar la centralidad política que había perdido con el derrocamiento de los zares.

Con la gigantesca crisis de valores en la sociedad rusa que acompañó al colapso del comunismo, la Iglesia Ortodoxa encontró entonces un campo extraordinariamente propicio para una vertiginosa expansión de su influencia moral y política. Putin identificó en esa autoridad espiritual un aliado fundamental para su estrategia de recuperación del orgullo nacional ruso. Su interés en la cuestión llegó al punto de involucrarse personalmente en la reconciliación entre la jerarquía ortodoxa y esa ala disidente asentada en Nueva York.

Esa recreación de la alianza histórica entre la Iglesia y el Estado, y la consiguiente comunidad de propósitos entre la cúpula religiosa y el poder político, fue lúcidamente percibida por Francisco como una oportunidad para impulsar un doble movimiento. Por un lado, la solidificación de un vínculo político con Putin, necesario para contribuir a la construcción de un ordenamiento global más equitativo. Por el otro, ir decididamente al encuentro de los “hermanos separados” con el fin avanzar hacia la reunificación del tronco del cristianismo.

A tal efecto, resultaba indispensable atender simultáneamente ambos frentes. El establecimiento del diálogo con Putin y el acercamiento con la jerarquía ortodoxa rusa fueron las dos caras de la misma moneda. No fue tampoco casual entonces la simultaneidad entre la audiencia concedida al mandatario ruso y la publicación de un documento que enfatiza el principio de la colegialidad episcopal para la conducción de la Iglesia y reivindica la autonomía de los episcopados locales, un criterio ya establecido por el Concilio Vaticano II y que en la actualidad facilita una progresiva aproximación con la postura tradicional de los ortodoxos.

Cuando Francisco recalca su predilección por el título de “Obispo de Roma” no sólo emite un mensaje de humildad personal. Realiza también un gesto hacia las demás iglesias cristianas, y en primer lugar hacia los ortodoxos, para que alguna vez, en un futuro todavía imposible de precisar, esa condición de obispo de Roma pueda ser reconocida como la de un “primus inter pares”.

En el ranking anual de la revista “Forbes” sobre las personalidades más poderosas del mundo, Putin ocupó el primer lugar y Francisco el cuarto. El segundo puesto correspondió al presidente estadounidense Barack Obama y el tercero a su colega chino, Xi Jinping. En su primer año en el trono de San Pedro, Francisco es ya una de las cuatro figuras más relevantes de la política mundial. ¿Qué diría Stalin...?.

 

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