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3 de Julio,  Salta, Centro, Argentina
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Tormentas con truenos, rayos y centellas

Sabado, 02 de febrero de 2019 00:00
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Érase un tiempo en que la naturaleza se enseñoreaba sobre los indefensos habitantes del suelo. Las aldeas, las granjas, las ciudades, las casas, los edificios comunales y eclesiásticos eran presa fácil de los fenómenos tales como tormentas, vientos, crecidas de ríos. Elementos de la naturaleza caprichosos, irreprimibles, imposibles de domeñar, ante los cuales, el hombre se encontraba inerme. Las correntadas destruían a su paso todo lo que a sus moradores les costaba tanto erigir.

Ante la tragedia, gobernadores y obispos apelaban por auxilio ante la Audiencia de Charcas, ante el virrey y más allá de la mar océano, ante el Consejo de Indias y el mismísimo rey la imprescindible ayuda para volver a erigir lo que la furia de los ríos había desmoronado, y llevado con impertinente violencia. También se acudía a otro expediente: rezar al Altísimo, demandando protección.

Acometidas del río Dulce

Según informe del padre Diego Altamirano, procurador de la Compañía de Jesús, y que transcribe Cayetano Bruno SDB en su "Historia de la Iglesia en la Argentina" (1966, Buenos Aires, Editorial Don Bosco) en tiempos del Obispo Nicolás de Ulloa "no había en Santiago del Estero más de cien españoles, establecidos los más en sus haciendas a muchas leguas de la población. La ciudad en desorden por las continuas crecidas del río, que se ha llevado casi toda la ciudad, la catedral y todas las iglesias de las cuatro religiones que tiene: Santo Domingo, San Francisco, la Merced y la Compañía".

En el siglo XVII, la naturaleza se manifestó con toda su potencia en esa tierra, particularmente, la gran inundación del 17 de enero de 1628, en que destruyó media población, la iglesia y el convento de Nuestra Señora de la Merced y amenazó seriamente la estabilidad de la catedral. El padre Altamirano expresa que, los moradores se iban metiendo entre un monte espeso de algarrobales en unos ranchillos de paja o tierra, que en tierra tan cálida, era aquello un infierno en vida, sin esperanza de mejorarse. Pero a lo largo del siglo, las aguas discurrieron desenfrenadas, tortuosas y destructoras.

Sucedió durante la gobernación de Mercado y Villacorta, en 1667 en que el caudaloso río Dulce iba consumiendo la ciudad de Santiago del Estero, con la caída de parte de la catedral y numerosas casas. En 1671, con nuevas crecientes del río, este templo estaba destruido en un cincuenta por ciento. Dos años más tarde, no quedaba nada utilizable. Don Ángel Peredo, en 1673 en carta al rey informaba sobre los sucesos infaustos en los que el río había arrancado hasta los cimientos, si bien se salvaron; con no poco trabajo; las pocas alhajas de su culto, alguna madera y teja, como así también se llevó muchas casas de la ciudad. "Es lastimosa cosa con la poca decencia que se celebran los oficios divinos, en un hospital y capilla que casi estaba en la calle", agregaba en el informe.

El obispo Nicolás de Ulloa acometió la empresa de erigir la catedral en Santiago del Estero. Pero no faltaron detractores, el tesorero Joseph Bustamante y Albornoz, desaconsejaba hacer la catedral, en razón de las crecidas del río, y en que, no había materiales de piedra, cal y ladrillo, ni en contorno de muchas leguas. Añadía que la tierra en sí era mala, no apropiada para adobes y puro salitre, ya que las casas que se hacían de adobe, a los dos años se caían. A pesar del pesimismo del tesorero, el obispo se propuso restablecer la iglesia para los santiagueños. Las obras tuvieron su retraso ante la falta de fondos. Un importante impulso lo dio el capitán de caballos coraceros don Tomás Félix de Argandoña, reanudando la obra paralizada. Hombre de acción dispuso velozmente de noventa personas para retomar la obra hasta su inauguración el 27 de octubre de 1686. El gobernador Argandoña cubrió los gastos de cera y adornos. Mandó a dorar a su costa el sagrario y poner altar mayor. La catedral tuvo una vida serena, sobreviviendo a los torrentes caudalosos, y más tarde a las agitadas aguas políticas que se cernieron en aquellas jornadas de la Argentina fundacional, hasta 1868 en que cedió los honores a la actual, concluida e inaugurada el 14 de julio de 1876.

Correntada en la Cañada

Córdoba era la ciudad más populosa y de más lustre de todas las provincias, contaba con mil vecinos españoles. En su relación el padre Altamirano nos ilustra: "Tiene los mejores templos y casas, porque abunda de materiales de piedra, cal, ladrillo y teja. La madera no es mucha Todos los campos, fértiles y tan aptos para todo género de ganados que se cuentan ya setecientas del campo, y algunas con cuatro, seis, ocho y más leguas de tierra fructuosa". Pero el desmadre del río colocó en situación muy desfavorable a la ciudad y a sus pobladores. El Cabildo dispuso con acuerdo de vecinos la construcción de un tajamar, pero en 1628, otra inundación que provino por la Cañada, obligó a toda la ciudad a ponerse en huida y salir de sus casas, con hijos y mujeres, dejando las haciendas en todo riesgo, todos los habitantes, hombres, mujeres con el agua a la cintura procuraban salvar sus vidas, incluso las monjas, salieron todas huyendo de sus conventos. Las precipitaciones en años sucesivos no cedieron, a punto de dejar, según testimonio de los misioneros jesuitas, padres Humanes y Pastor "muchas iglesias destechadas y caídas, sin campana y sin santo". El gobernador don Juan Diez de Andino se hacía cargo de la gobernación el 26 de junio de 1678, y en comunicación a la Audiencia informaba que había dispuesto "el aliño de un tajamar, desage del al río, por cuanto las avenidas y lluvias inundaban con manifiesto riesgo que pocos meses antes vinieron las cañadas y corrientes de sus desages, y demolieron muchas casas, y se ahogaron más de cincuenta personas; y desde entonces goza libre del riesgo".

En el valle de Lerma

De larga data los pobladores de Salta habrían de lamentar los fatales accidentes y muertes violentas ocasionados por las descargas eléctricas en las primeras tormentas de verano entre los meses de noviembre y diciembre.

El verano de 1786, fue particularmente fatídico para sus moradores, el 23 de diciembre de ese año, en las inmediaciones de la ciudad, murió fulminado por un rayo don Pedro Castillo, junto a sus tres hijas; en el paraje de San Agustín fallecieron dos indios por la misma causa y otro más en La Caldera.

Otras consecuencias de tan aciaga jornada fue la caída de un rayo en la cúpula de la iglesia de La Merced, destrozando parte de la misma, la torre y el techo. Otros perjuicios, experimentó el ganado que pacía en los campos.

Las autoridades del Cabildo de Salta, a instancias del procurador, se reunieron para tratar el tema. El acta capitular de la sesión de 29 de enero de 1787 expresa: “hallándose esta ciudad, o bien por su situación entre serranías, o por algún otro ignorado agente, combatiendo actualmente en tiempos de lluvias, de tempestuosas tormentas que deshaciéndose en rayos y centellas, causan funestos estragos en sus edificios y moradores, no menos que en los ganados mayores y menores de su jurisdicción, repitiéndose cada año en el referido tiempo estos desgraciados sucesos como la experiencia lo publica”.

En aquellos lejanos días, el gobernador, el vicario capitular y los miembros del Cabildo acordaron verbalmente, ocurrir a implorar la divina misericordia por medio de un novenario y misas cantadas que se celebraron en la iglesia matriz, en rogativa a la Santísima Virgen en su admirable advocación de Nieva, abogada contra el terrible azote de la tormenta.

Esta gestión dio por resultado que en los días posteriores la lluvia fuese mansa y tranquila, con el beneficio añadido que no se experimentó desgracia alguna. Se acordó, ante tan notables resultados, celebrar perpetuamente en cada año una fiesta votiva a esta divina Señora en la propia iglesia matriz, con su novenario y misas cantadas, culminando las festividades el 20 de noviembre con misa cantada, sermón y asistencia del Ilustre Cabildo y vecinos estantes y habitantes de la ciudad.

Don Juan Nadal y Guarda, vecino de la ciudad, conmovido por esta decisión, dispuso contribuir donando una imagen de N. S. de Nieva, tocada en la original que se encuentra en el Convento dominicano de la Villa de Santa María de Nieva, y bendecida por el Prior de dicho convento. Colaboró en este trámite don Ramón Nadal y Guarda, su hermano y residente en Madrid, quien remitió la imagen junto a la certificación de autenticidad.

Funesta realidad

La naturaleza no distingue entre gobiernos monárquicos o republicanos, cabildos o municipios, gobernadores o intendentes. Es prescindente de ideologías políticas, simplemente cede a sus propias fuerzas.

Y reitera con sus líquidas embestidas devastando todo lo que encuentra a su paso. En otros siglos, sólo se disponía de algunas carretas, palas, azadas, piedras y arena para enfrentar estos desbordes hídricos y climáticos.

En la actualidad, los conocimientos sobre climatología y meteorología son avanzados, y se puede predecir la evolución de los fenómenos naturales. En posesión de esta información; añadida a la extraordinaria tecnología contemporánea; la dirigencia política debería poner a buen resguardo a los habitantes para evitar la pérdida de sus bienes y de sus vidas.

La observación de los fenómenos de la naturaleza y el respeto por la misma, deberían formar parte de las políticas de Estado, para diseñar estrategias de intervención y proteger a la ciudadanía de tormentas, rayos, centellas y los efectos trágicos de las inundaciones.

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