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De peluqueros y coiffeurs, en la Salta de los 80

A mediados de la década de 1980 y a pesar de los pocos kilómetros que separaban a la capital salteña de los pueblos del Valle de Lerma, en cuestiones de modernidad se percibían distancias enormes.
Lunes, 27 de mayo de 2019 08:10

A mediados de la década de 1980 y a pesar de los pocos kilómetros que separaban a la capital salteña de los pueblos del Valle de Lerma, en cuestiones de modernidad se percibían distancias enormes.

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A mediados de la década de 1980 y a pesar de los pocos kilómetros que separaban a la capital salteña de los pueblos del Valle de Lerma, en cuestiones de modernidad se percibían distancias enormes.

Mientras que en la ciudad hacían furor las salas de video juegos y boliches bailables, en pueblos como Cerrillos los jóvenes se entretenían criando caballos, hondeando palomas, patinando alrededor de la plaza Serapio Gallegos o en los bailes populares y estudiantiles organizados en la cancha de básquet del complejo deportivo municipal.

Sin embargo, poco a poco la influencia citadina fue atrayendo a los adolescentes, que comenzaron a explorar los atractivos que proponía la gran urbe. Eso sí, siempre en grupo.

Si un cerrillano iba a un colegio, todos se inscribían en el mismo. A los boliches se iba, pero de seis o siete. Era una forma de sentirse seguro y no meter la pata. Si pintaba una confitería céntrica, todos los se hacían habitué del lugar. Hasta la forma de vestir era la misma: botas de descarne o en su defecto alpargatas de yute, cuanto más bigotuda mejor; jean desgastado o bombacha de gaucho sureña, camisa al tono o leñadora, cinto de cuero blanco salteño; cuenta ganado “trensao” colgando del pantalón, sombrero o boina, y una generosa bolsa de hojas de coca para completar el cotillón.

Con esos atuendos irrumpieron los primeros “adelantaos” en el microcentro salteño y a sus arraigadas costumbres pueblerinas fueron incorporando todo el glamour de la ciudad. 

En los 80, el cabello ocupaba un lugar relevante en el aspecto personal y pululaban los estilistas, quienes además de proponer una gran variedad de peinados esponjosos, ofrecían en sus modernos y decorados locales, música funcional, tv por cable y en algunos casos servicio de cafetería, para atenuar la espera de sus clientes.

Es así que en vísperas del fin de semana, Alejandro y Dante, dos jóvenes comerciantes del pueblo que habían tenido la oportunidad de frecuentar la ciudad por sus actividades mercantiles, llevaron por primera vez al “centro” al gallego José Antonio, un “avezao” tabacalero que nunca había salido del pueblo solo.

La primera parada fue en lo de un reconocido “coiffeur”, que ostentaba un local a todo trapo de calle Caseros, al que el gallego se resistía a entrar.

-“Están locos, yo aquí no me corto el pelo ni mamao”, repetía una y otra vez.

Es que el gallego se había impresionado con el piso de porcelanato, los grandes espejos, el glamour de la clientela y sobre todo con el spray. Tras mucho insistir, sus amigos lo convencieron de ingresar al local y de cambiar el look.

Hundido en un amplio sillón de piel en la sala de espera, José Antonio no salía de su asombro y los ojos se le encendían como luciérnagas con las dicroicas, reflejándose en los espejos distribuidos por todo el ambiente. Hasta aquel momento, sólo se había “peluquiao” en lo de Nicolás, un barbero de oficio que contaba sólo con un par de tijeras y una capa tizada, y que atendía en un pequeño cuartito de la avenida principal del pueblo.

Llegado el turno, el coiffeur lo irrumpió con un ademán un tanto afrancesado, que el gallego no logró descifrar a tiempo.

-“Caballero, me hace el favor de pasar y sentarse en este sillón. Es su turno”, le dijo.

Inmediatamente el gallego miró a sus amigos como pidiendo ayuda. Pero anticipándose, el astuto peluquero lo tomó del brazo y le insistió.

-“A ver, pase por aquí. Veamos qué podemos hacer con este cabello”. Y acariciándole las “clinas” y después de observar las puntas florecidas como la primavera, le dijo: “A no, no, no. No se siente, primero le vamos a lavar la cabeza con dos champús y le aplicaremos un baño de crema, para después cortar y hacerle un brushing”.

El sillón de lavado, grande, moderno, de colores brillantes y sofisticado, se encontraba en un lugar estratégico del salón, a la vista de todos, ya que era una de las últimas adquisiciones del profesional del cabello que quería lucirlo, como uno de los principales atractivos del negocio.

-“Pase por aquí buenmozo, que le vamos a dejar ese pelo como seda”, le dijo el peluquero y le señaló el lavatorio.

El gallego “desorientao” miró el sillón de lavado de arriba abajo sin entender el sistema del aparatejo, pero tratando de disimular frente la mirada de al menos una decena de clientes que esperaban, tomó coraje, se arrodilló en el asiento del mueble y metió la cabeza en el lavatorio, tal como el avestruz esconde la cabeza en un hoyo.  Y desde el fondo de la bacha se escuchó con eco la voz del gallego:

–¡Ya estoy pues!, lave nomás coño.

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