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Un médico que honra a todos los salteños

Luis Güemes ocupa un lugar destacado entre la prosapia de la gran medicina argentina. Fiel al principio: “Para la obra científica los medios son casi nada y el hombre lo es casi todo”. (*)
Domingo, 15 de noviembre de 2020 02:16

Con muchos de los médicos de nuestro pasado sucede lo que a héroes ignorados en un país distante, marginal, casi un desierto.
La Argentina del siglo XIX y primera parte del XX era una tierra naciente, silenciosa y dura apenas oída por las antiguas y prestigiosas naciones (¿algo parecido sucede en el siglo XXI?). Aquellos médicos vivieron su tiempo y su lugar, coincidieron en un destino superior basado en el sacrificio personal, en la aparente intrascendencia de sus actos, en su renuncia al interés económico, en el olvido de sí mismos, en el amor a los demás, en la necesidad de cultivarse médica y humanísticamente y en derrochar enseñanzas y ejemplos.
Casi todos esos médicos vinieron del siglo XIX y avanzaron en el XX; sortearon la difícil encrucijada de hacer coexistir los valores morales con los científicos; el romanticismo heredado los salvó de morir para la historia. 
Sirva esto de reminiscencia aleccionadora para la hora actual en que hay una deshumanización de la medicina penetrada por la técnica y la tecnolatría.

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Con muchos de los médicos de nuestro pasado sucede lo que a héroes ignorados en un país distante, marginal, casi un desierto.
La Argentina del siglo XIX y primera parte del XX era una tierra naciente, silenciosa y dura apenas oída por las antiguas y prestigiosas naciones (¿algo parecido sucede en el siglo XXI?). Aquellos médicos vivieron su tiempo y su lugar, coincidieron en un destino superior basado en el sacrificio personal, en la aparente intrascendencia de sus actos, en su renuncia al interés económico, en el olvido de sí mismos, en el amor a los demás, en la necesidad de cultivarse médica y humanísticamente y en derrochar enseñanzas y ejemplos.
Casi todos esos médicos vinieron del siglo XIX y avanzaron en el XX; sortearon la difícil encrucijada de hacer coexistir los valores morales con los científicos; el romanticismo heredado los salvó de morir para la historia. 
Sirva esto de reminiscencia aleccionadora para la hora actual en que hay una deshumanización de la medicina penetrada por la técnica y la tecnolatría.

Médico de alma

Luis Güemes nació en Salta el 6 de febrero de 1856. Fue hijo de don Luis Güemes y Puch y de doña Rosaura Castro y Sanzetenea y nieto del héroe don Martín Miguel de Güemes.
Se graduó de médico en 1879, en Buenos Aires, con una tesis patrocinada por el decano Dr. Pedro A. Pardo denominada “Medicina Moral”. 
Aquí expone el valor antropológico y humanístico de la pareja médico-enfermo; define el valor ético-moral del ejercicio profesional que no se aprende en los tratados de deontología médica ni en los sesudos libros de ética; define el valor moral del médico que es indisoluble con su persona (se es tan buen médico como se es como persona). Para Güemes, las enfermedades tenían también un tratamiento moral.
El Dr. Pedro A. Pardo le brindó a Luis Güemes, totalmente carente de recursos, su consultorio para iniciarse en el ejercicio de la medicina.
Para ser buen médico decía Güemes “es necesario estudiar toda la medicina, y estudiarla de una manera precisa, sistemática y progresiva”.

En Francia

Por necesidad interior de profundizar sus conocimientos, una vez ahorrados los dineros necesarios, viajó a Europa y se inscribió como estudiante de medicina en París. Allí siguió, por segunda vez, la carrera médica, año por año, hasta obtener su título de médico en 1887.
En Francia recibió la influencia de tres de los médicos clínicos de mayor prestigio de la segunda mitad del siglo XIX: Potain, que a través de sus lecciones clínicas en la Charité le educó el oído para los ruidos normales y patológicos del corazón y los pulmones; Bouchard, profesor de patología general, lo entrenó en los problemas de la autointoxicación, el artritismo y la patología de la arteriosclerosis y sus principios terapéuticos; Dieulafoy, que le enseñó las diversas facetas de las enfermedades y la patología del apéndice. Las bases de la cardiología le fueron impartidas por Peter; Tillaux, Pozzi y Terrillon fueron sus maestros en clínica quirúrgica; en medicina operatoria fue discípulo de Farabeuff y Charcot lo subyugó con sus espectaculares lecciones en la Salpétriere. Su tesis de París, “Hemato Salpinx” fue, seguramente, inspirada por el profesor Terrillon cirujano de gran prestigio y uno de los primeros en proclamar las ventajas de la asepsia.
Güemes alternó en París con numerosos visitantes argentinos que frecuentaban su pobre bohardilla del Barrio Latino y que se veían atraídos por sus conocimientos y fama creciente.
Participó en las inacabables discusiones de aquélla época entre Pochet y Pasteur, de Virchow con Koch, de Klebs con Virchow. Analizaba la propuestas de todos y llegó a pensar que el verdadero fundamento de la enfermedad es su lesión orgánica; la enfermedad es un proceso de materia y energía; el proceso de la enfermedad es la consecuencia específica de la causa que la determina.
Güemes consideró a la medicina como un humilde y heroico oficio que permite saborear el placer del incógnito: “La medicina, sin duda, es difícil pero no incierta, por más que en su marcha ha sido lenta; cuanto más la estudiamos, más nos convencemos de cómo ha llegado y puede llegar aún a mayor grado de perfección y de certidumbre”.

Junto al paciente

Güemes agotaba el examen de los enfermos y trataba de desentrañar las leyes conocidas o desconocidas que hacían a las enfermedades en una actitud solitaria, silenciosa y humilde. Estando a solas consigo mismo en una sala de clínica médica de un hospital de París auscultando el corazón de un paciente, se le aproximó un colega tan modesto como él y le preguntó si había hecho algún hallazgo. 
“Sí -le dijo Güemes-; escuchaba el soplo de Duroziez”. “De manera que usted se interesa por los suspiros de un corazón enfermo”. “Sí” -contestó tímidamente Güemes-. “Pues bien”, le contestó el colega; “yo soy Duroziez”.
Prosiguió realizando estudios de perfeccionamiento en Austria, Alemania e Inglaterra pero sus responsabilidades familiares y profesionales determinan su regreso a la patria en 1888. Este regreso no fue motivado por el ofrecimiento de una cátedra de Cirugía que le ofrecen desde Buenos Aires durante su estancia en París; Güemes se sentía clínico, amaba el arte del diagnóstico y la terapéutica sencilla.
Médico en Buenos Aires, Luis Güemes atiende no sólo en la Capital Federal sino también en el interior y en países vecinos. 
Su consultorio estaba lleno desde la escalera de entrada hasta la sala; multitud de enfermos esperaban días y noches para ver “al mago de la medicina”. 
En el año 1895, es designado Miembro de la Academia de Medicina en reemplazo del Dr. Mauricio Catán donde expone su trabajo “La exactitud en medicina”. “Las enfermedades -decía- están sometidas, todas, a leyes más o menos precisas y si alguna vez éstas se nos escapan, es porque no nos encontramos todavía en condiciones de comprenderlas. Espíritus existen que creen que la exactitud sólo se encuentra en los laboratorios y en los anfiteatros, y que una vez llegados a las puertas del hospital, el médico entra en la región de lo vago y de lo incierto. Pero la verdad, es que en la clínica el arte se confunde con la ciencia y aún cuando en aquel hay mucho de personal, es indudable que existe también la exactitud. La observación de los hechos es la base de la clínica, pero no basta observar lisa y llanamente, es preciso observar bien. La medicina es una ciencia difícil, un arte delicado, un humilde oficio, una noble misión”.
En 1897, la Universidad de Buenos Aires le crea la Cátedra de Medicina Clínica con sede en la Sala V del Hospital de Clínicas. 
A las 11 de la mañana, las campanadas anunciaban que el profesor Luis Güemes había llegado al hospital; se vestía con blusa blanca y se dirigía a la cama de un paciente recién ingresado, practicaba un examen detallado, completo y exhaustivo era un maestro de la semiología; formulaba un diagnóstico y si no creía poder hacerlo decía “hemos llegado hasta aquí, ahora esperemos la evolución”. Detestaba los diagnósticos ligeros y rápidos y el mal o incompleto examen del paciente. Jamás mortificó a sus enfermos con palabras duras, tristes o con juicios irrevocables; nunca se le oyó una palabra sobre la salud de sus clientes. Nunca reprobó a un alumno hasta que se retiró de la cátedra en 1921.
Por entonces se le veía como un hombre de mediana estatura; robusto; cabeza grande; calva pronunciada; cara pálida; barba corta castaño-oscura; ojos celestes, claros, vivaces e indagadores; su voz era baja, de palabra amable, gesto cariñoso y cortés; cultos modales. Tenía un carácter fuerte y probablemente, en ocasiones, violento pero dueño de sí mismo, casi nunca perdía el dominio y la serenidad.
En 1912 es nombrado decano de la Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires.
Sin tener militancia política, se vió precisado a representar a la Provincia de Salta por elección como Senador Nacional (1907-1916). Este período lo tuvo como promotor de numerosas leyes y proyectos algunos de los cuales alcanzaron sanción como la construcción del Hospital Naval y la realización del Ferrocarril Transandino Salta-Antofagasta.
La muerte de Luis Güemes fue su última lección de clínica, de terapéutica y de moral. Planteó “su caso” ante los colegas y después de analizar los diagnósticos posibles llegó a uno definitivo; no se equivocó en el diagnóstico de su propia enfermedad; consideró su tratamiento tanto fastuoso como inútil; se negó a recibir asistencia; aceptó su final fatal. Con Rainer María Rilke pensó “yo debo morir de mi propia muerte y no de la muerte de los médicos”. La muerte de los médicos es la muerte tormentosa o dulce que ellos preparan, regulan, aplazan o precipitan (Loudet).
Falleció en la Capital Federal el 9 de diciembre de 1927.
Luis Güemes ejerció, durante largo tiempo, el patriciado de la medicina argentina. Su vida médica se caracterizó por la prudencia, el sentido crítico y un sabio y oportuno silencio reflexivo; parecía impasible, frío e insensible ante los pacientes. Bajo este continente se escondía el hombre cálido, buscador permanente del diagnóstico seguro transitando, advertida y lúcidamente, por el ríspido camino del error clínico.
Luis Güemes fue el hombre de la duda y el paladín de la certidumbre clínica. “Como médico, había sido la autoridad que, por más dilatado lapso, ha merecido el acatamiento máximo de la república” (Mariano R. Castex). “Esta gran figura de la medicina nacional tuvo por clientes a los poderosos de su país y, por protegidos, a todos los desdichados” (Daniel J. Cranwell). Perteneció a esa raza de grandes médicos argentinos profundamente comprometidos con su profesión, su gente y su tierra: Abel Ayerza, José María Ramos Mejía, Marcelino Herrera Vegas, Pedro Mallo, Pedro A. Pardo, Juan B. Señorans, Domingo Cabred, Angel M. Centeno, Carlos Bonorino Udaondo, Facundo Larguía...
Luis Güemes no escapó ni renunció a sus raíces y logró mirar y trabajar para adentro de su país y de su tierra argentina, sin alardes, con la justeza y el silencio reflexivo de los grandes espíritus. 

(*) Santiago Ramón y Cajal (Reglas y Consejos sobre la Investigación Científica)

(**) Adaptación de un trabajo publicado en el “Ensayo sobre historia de la medicina en Salta”; Edit. Círculo Médico de Salta (1983). Obtuvo el Premio “Historia de la Medicina en Salta” del Círculo Médico de Salta y Sociedad de Escritores Salteños.
 

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