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La experiencia de nadar en el “callejón de las bombas”

Autor del libro “Malvinas entre brazadas y memorias”
Viernes, 01 de abril de 2022 22:49

Por Agustín Barletti, periodista y escritor. 

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Por Agustín Barletti, periodista y escritor. 


Con un mapa de la Argentina en mano, se constata la extensa distancia geográfica que separa a la provincia de Salta de las islas Malvinas. No obstante, ellas están ligadas por un lazo que las trasforma en una entidad única e indivisible.

Salta tiene 34 héroes, son los que hace 40 años defendieron la patria en Malvinas. La provincia supo homenajearlos en varios sitios de interés. Dos escuelas llevan el nombre de crucero ARA General Belgrano en cuyo hundimiento, pasaron a la inmortalidad 27 salteños.

También hay varias calles y pasajes que honran a los discípulos del General Güemes que cayeron en combate, como Sevilla, Lotufo, Ardiles, Cuevas, Lamas, Chaile, Gallardo, Alancay, Guanca y Medina.

Mi relación con Malvinas llega desde un vértice diferente. En noviembre de 2014 tuve la fortuna de unir las dos islas a nado por el Estrecho de San Carlos en poco más de dos horas y con el agua a dos grados de temperatura. Esto fue relatado en mi libro “Malvinas entre brazadas y memorias” una obra que aspira a mostrar una visión diferente del conflicto bélico que nos marcó para siempre. 

Al lugar elegido para el cruce a nado se lo conoce como “el callejón de las bombas” y allí desembarcaron las tropas británicas en 1982 en medio de un escenario de sangre y fuego.

La experiencia demostró en mi caso que la natación fue solo un vehículo que posibilitó conocer de cerca y amar aún más la gesta de Malvinas y a cada uno de los héroes que entregaron sus vidas a la patria. 

Fue tan fuerte lo vivido que aún hoy despierto a mitad de la noche para preguntarme si fue real. A tal punto me impactó ese tiempo transcurrido en el santo y patrio suelo de Malvinas que tardé cinco años en escribir el libro a la espera de apaciguar emociones y aclarar ideas, para intentar llevarle al lector la visión más ecuánime posible.

La magia de este viaje comenzó un par de meses antes de tocar las islas, cuando en un evento empresario, un hombre se acercó a mi mesa.

¿Vas a nadar en Malvinas? Te pido que lleves este angelito, su compañía te ayudará a sobrellevar cualquier contratiempo que se te presente.

Mientras hablaba, esta persona que nunca antes había visto, colocó en el ojal de mi saco una insignia que representaba un ángel color oro. Su emoción era patente e inocultable. Agradecí su noble gesto y la cosa quedó allí.

El día de la partida a Malvinas revisé una y otra vez el equipaje, un fuerte presentimiento indicaba que había algo trascendente que no estaba llevando.

Recordé las palabras de aquél buen hombre, quité el ángel del saco y lo coloqué en el puño derecho del traje de neopreno que utilizaría durante el cruce.

Con pocos días de sol, el clima en Malvinas es duro e inclemente, y el Estrecho de San Carlos, donde realicé el cruce a nado, es una suerte de embudo que concentra olas y viento. 

Sin embargo, el día que me arrojé al agua el cielo era de un azul profundo, reinaba una suave brisa y el mar parecía aceite. Un piloto de avión, que nos sobrevoló tomó unas fotos aéreas y al entregármelas afirmó que en los casi 10 años que llevaba trabajando en eso jamás había visto un día tan diáfano, pacífico y luminoso.

El sol de aquella jornada fue un milagro en Malvinas, y en cada una de las brazadas en ese mar transparente, el angelito dorado movía sus alas sobre mi muñeca y bendecía la travesía. 

Recién al regreso de Malvinas averigüé que quien me regló tan mágico obsequio había perdido a su esposa e hija en un accidente, y a su pequeña la veía representada en ese ángel dorado.

Recién ahí comprendí la fuerza colosal que encerraba esa joya, reflejo del amor inconmensurable de un padre a su hija. 

Otro protagonista de esta aventura fue el Papa Francisco, quien, enterado del cruce a nado, envió un rosario bendecido para ser colocado en una de las tumbas del cementerio argentino.

El camposanto está dentro de una pequeña hondonada, rodeada de cerros y cursos de agua intermitentes, fuera de la vista de los isleños. Del total de 649 argentinos que murieron en el conflicto, 237 fueron allí enterrados. En el centro, una alta cruz blanca como el alma de nuestros héroes, está rodeada por un muro de mármol con el nombre de todos los caídos por la patria sin ninguna indicación de rango militar o de servicio, de acuerdo a lo solicitado por sus familias.

Tocaba entonces cumplir con la misión papal, buscamos una cruz de uno de aquellos soldados solo conocidos por Dios y encontramos una que no poseía ningún tipo de ornamentación. Tal cual lo acordado, Pablo Lima, ex compañero del colegio primario y Veterano de Guerra que formó parte del equipo, fue el encargado de colocar el rosario que enviara el Santo Padre. De sencillo diseño, al retirarlo del envoltorio emanó un profundo aroma a rosas que por un instante invadió ese espacio santo. Con las manos temblorosas por la emoción, Pablo enlazó el rosario en la cruz y todos nos arrodillamos para elevar una plegaria al cielo.

Salimos del cementerio tan callados como habíamos entrado, envueltos en un sentimiento mitad angustia y mitad paz.

Luego, al llegar a San Carlos, tocó pasar al lado del cementerio inglés donde también fue duro ver junto a las cruces las cartas escritas por los familiares. El horror de la guerra desde los dos lados.

En Malvinas nos trataron muy bien, aunque justo es decirlo, el cruce a nado fue la gran noticia de la semana en unas islas donde en general no sucede absolutamente nada. El loco que atravesó nadando el estrecho de San Carlos fue el tema de conversación que rompió la monotonía propia del lugar y generó una positiva corriente de empatía con los isleños. 

Otro tanto sucedió en el muelle de Puerto Argentino. Más de un curioso se acercó al velero “Mago del Sur” que nos alojaba  para conocer algo más sobre esta historia. 

Un plus del viaje fue coincidir con un grupo de Veteranos de Guerra de la provincia de San Luis con quienes recorrimos los sitios de combate. Verlos reconocer las posiciones de lucha y saber de sus temores y padecimientos fue una emoción que quedará grabada a fuego.

En Malvinas se peleó de noche, cuerpo a cuerpo y con bayoneta. El espectáculo dantesco que se vivió durante los últimos combates en el Monte Longdon fue tal, que en sus manuales de instrucción el Ejército británico define a esta contienda como “el ejemplo clásico del horror que representa la guerra para el combatiente”. Aún quedan en los sitios de enfrentamiento, verdaderos museos a cielo abierto, con armamento, trincheras, balas y demás rezagos.
Junio de 1982, colina de Tumbledown. 

En un momento de la batalla, y con los ingleses encima, el comandante del Batallón de Infantería 5, Carlos H. Robacio, ordena colocar los obuses a 90 grados y disparar al cielo. Los proyectiles que cayeran podían producir bajas propias, pero también de los ingleses. Imposible no estremecerse al imaginar esta escena dantesca.

Por eso, desde que regresé de Malvinas siempre digo a quien tenga la dicha de estar cerca de un Veterano de Guerra de Malvinas, que lo abrace fuerte. Es lo más cerca que estará de abrazar a la patria.

 

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