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La encrucijada fundacional que debe afrontar el Presidente

Domingo, 30 de agosto de 2020 01:01

Mientras el país supera los diez mil casos por día, promedia más de doscientos muertos en la última semana y profundiza su recesión económica a niveles impensados, el Gobierno centra su atención en la polémica reforma judicial, en la disputa con los medios de comunicación y en un discurso cada vez más confrontativo con los dirigentes de la oposición y con un sector del empresariado. Evidentemente, la unidad nacional que pregonó el jefe de Estado durante la campaña -y que reforzó durante los primeros meses de su mandato- ahora parece un espejismo inalcanzable. 
Da la sensación de que el Presidente quedó atrapado entre sus promesas de moderación -que la ciudadanía aceptó con agrado- y la radicalización política encarnada por su vicepresidenta, quién por el momento viene imponiendo su agenda tanto en el Congreso como en la mayoría de los estratos del Estado. ¿El jefe de Estado será consciente de que las últimas iniciativas de su gestión profundizan la grieta en la Argentina? Por supuesto que sí, ya que es un político de raza y una persona sumamente formada, pero aparentemente no hacerlo le generaría graves problemas internos que podrían afectar su gobernabilidad en el corto plazo. Alberto sabe que romper con el kirchnerismo sería literalmente un suicidio político, ya que se quedaría sin legisladores, bajaría su consenso entre los gobernadores y varios miembros de su Gabinete deberían dejar el Gobierno. “El Presidente no tiene ningún motivo para tomar distancia de Cristina, son el mismo proyecto político y así seguirá siendo durante todo su mandato”, sostuvo ayer a El Tribuno una fuente del “albertismo” que pidió reserva de su identidad.
Alberto Fernández, en ese contexto, se encuentra ante una oportunidad importantísima: volver a instalar temas en el debate público que sean de interés de la sociedad para recuperar parte del capital político perdido en los últimos dos meses. El mandatario, que aún goza de una aceptación considerable en las encuestas, todavía tiene crédito abierto para modificar las prioridades de su Gobierno y reencauzarlas hacia la reactivación económica (más allá del gran acuerdo con los bonistas) y las políticas sanitarias, con el fin de evitar el colapso del sistema en el interior del país, donde los contagios se reproducen sin pausa y las camas de terapia intensiva empiezan a escasear de forma alarmante. 
La decisión del Alberto de comenzar a poner sobre el tapete temas que superen el monotema de la pandemia es correcta, ya que el país debe comenzar a delinear su modelo para cuando toda esta tragedia ya esté superada. Sin embargo, la controversia se genera en cuáles son esos objetivos: el país continúa sin una ley de movilidad jubilatoria, la posibilidad de una reforma tributaria para bajar sensiblemente la carga impositiva no termina de definirse y no se sentaron las bases para una política antiinflacionaria para el mediano plazo. 
El Presidente ya había dado algunas señales de abordar esas cuestiones de fondo cuando anunció que tenía en carpeta unas sesenta medidas para reactivar las economías regionales. Nadie en el entorno del jefe de Estado se anima ahora a aventurar cuándo se darán a conocer esas iniciativas. ¿Por qué se informó anticipadamente sobre un plan que finalmente no se dio a conocer ni siquiera de forma parcial? Evidentemente, la falta de consenso con los gobernadores debe haber tenido algo que ver, ya que supuestamente eran ellos los que debían diseñar esas políticas. 
No hay ninguna duda que el oficialismo tomó la decisión correcta cuando eliminó la “cláusula Parrilli” del articulado de la reforma judicial. Ese apartado atentaba directamente contra la libertad de expresión, ya que los jueces estaban obligados a denunciar a periodistas que realicen “presiones mediáticas” sobre sus fallos. ¿Por qué motivo la prensa no iba a poder analizar o cuestionar decisiones judiciales? La respuesta se cae de madura: porqué al poder no le gusta, así de simple. Lo que llama la atención desde el análisis político es cuál fue la verdadera razón por la que esa cláusula llegó al recinto sin ser quitada antes. No queda claro si la intención fue utilizar ese artículo como una prenda de negociación para que no se diga que el proyecto no tuvo cambios o si sólo se trató de un error. Sea como fuese, la sola instalación de que se buscaba amordazar a la prensa le asestó un severo e innecesario costo político al Gobierno. Alberto Fernández nunca fue condenó explícitamente la posibilidad de que el periodismo sea coartado en temas judiciales, aunque sólo se limitó a minimizar el efecto que eso podría llegar a tener. 

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Mientras el país supera los diez mil casos por día, promedia más de doscientos muertos en la última semana y profundiza su recesión económica a niveles impensados, el Gobierno centra su atención en la polémica reforma judicial, en la disputa con los medios de comunicación y en un discurso cada vez más confrontativo con los dirigentes de la oposición y con un sector del empresariado. Evidentemente, la unidad nacional que pregonó el jefe de Estado durante la campaña -y que reforzó durante los primeros meses de su mandato- ahora parece un espejismo inalcanzable. 
Da la sensación de que el Presidente quedó atrapado entre sus promesas de moderación -que la ciudadanía aceptó con agrado- y la radicalización política encarnada por su vicepresidenta, quién por el momento viene imponiendo su agenda tanto en el Congreso como en la mayoría de los estratos del Estado. ¿El jefe de Estado será consciente de que las últimas iniciativas de su gestión profundizan la grieta en la Argentina? Por supuesto que sí, ya que es un político de raza y una persona sumamente formada, pero aparentemente no hacerlo le generaría graves problemas internos que podrían afectar su gobernabilidad en el corto plazo. Alberto sabe que romper con el kirchnerismo sería literalmente un suicidio político, ya que se quedaría sin legisladores, bajaría su consenso entre los gobernadores y varios miembros de su Gabinete deberían dejar el Gobierno. “El Presidente no tiene ningún motivo para tomar distancia de Cristina, son el mismo proyecto político y así seguirá siendo durante todo su mandato”, sostuvo ayer a El Tribuno una fuente del “albertismo” que pidió reserva de su identidad.
Alberto Fernández, en ese contexto, se encuentra ante una oportunidad importantísima: volver a instalar temas en el debate público que sean de interés de la sociedad para recuperar parte del capital político perdido en los últimos dos meses. El mandatario, que aún goza de una aceptación considerable en las encuestas, todavía tiene crédito abierto para modificar las prioridades de su Gobierno y reencauzarlas hacia la reactivación económica (más allá del gran acuerdo con los bonistas) y las políticas sanitarias, con el fin de evitar el colapso del sistema en el interior del país, donde los contagios se reproducen sin pausa y las camas de terapia intensiva empiezan a escasear de forma alarmante. 
La decisión del Alberto de comenzar a poner sobre el tapete temas que superen el monotema de la pandemia es correcta, ya que el país debe comenzar a delinear su modelo para cuando toda esta tragedia ya esté superada. Sin embargo, la controversia se genera en cuáles son esos objetivos: el país continúa sin una ley de movilidad jubilatoria, la posibilidad de una reforma tributaria para bajar sensiblemente la carga impositiva no termina de definirse y no se sentaron las bases para una política antiinflacionaria para el mediano plazo. 
El Presidente ya había dado algunas señales de abordar esas cuestiones de fondo cuando anunció que tenía en carpeta unas sesenta medidas para reactivar las economías regionales. Nadie en el entorno del jefe de Estado se anima ahora a aventurar cuándo se darán a conocer esas iniciativas. ¿Por qué se informó anticipadamente sobre un plan que finalmente no se dio a conocer ni siquiera de forma parcial? Evidentemente, la falta de consenso con los gobernadores debe haber tenido algo que ver, ya que supuestamente eran ellos los que debían diseñar esas políticas. 
No hay ninguna duda que el oficialismo tomó la decisión correcta cuando eliminó la “cláusula Parrilli” del articulado de la reforma judicial. Ese apartado atentaba directamente contra la libertad de expresión, ya que los jueces estaban obligados a denunciar a periodistas que realicen “presiones mediáticas” sobre sus fallos. ¿Por qué motivo la prensa no iba a poder analizar o cuestionar decisiones judiciales? La respuesta se cae de madura: porqué al poder no le gusta, así de simple. Lo que llama la atención desde el análisis político es cuál fue la verdadera razón por la que esa cláusula llegó al recinto sin ser quitada antes. No queda claro si la intención fue utilizar ese artículo como una prenda de negociación para que no se diga que el proyecto no tuvo cambios o si sólo se trató de un error. Sea como fuese, la sola instalación de que se buscaba amordazar a la prensa le asestó un severo e innecesario costo político al Gobierno. Alberto Fernández nunca fue condenó explícitamente la posibilidad de que el periodismo sea coartado en temas judiciales, aunque sólo se limitó a minimizar el efecto que eso podría llegar a tener. 

Los cruces

El Presidente profundizó esta semana las diferencias públicas con el jefe de Gobierno Horacio Rodríguez Larreta, al rechazar su protocolo de aulas virtuales y cuestionar a la Ciudad por su “opulencia”. Está claro que el Gobierno busca confrontar públicamente con el dirigente del Pro, pero también es evidente que eso no está trayendo los resultados esperados por los asesores de Alberto. Rodríguez Larreta, al estilo Daniel Scioli, no responde ningún cuestionamiento y evitar a toda costa meterse en el barro al que lo quieren introducir. ¿Por qué se deja atacar de ese modo sin inmutarse? Básicamente porque Larreta ya está trabajando en su candidatura presidencial y apunta a construir una imagen de persona conciliadora que pueda sumar votos en el sector independiente de la grieta.