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Primero se disfrazó de licenciado. Dijo que era administrador de una empresa reforestadora. Después dijo que era arrendatario con permisos para esas tierras. Luego apareció con siete hombres vestidos con ropas de safari y armados con machetes.
En su siguiente actuación apareció con disfraz de guerrillero de las FARC. Ahora decía que el hombre que lo acompañaba era el verdadero dueño de la finca, que se lo ve en imágenes manoteando una pistola de su chaqueta color marrón. Los otros dos narcoguerrilleros que lo acompañaban y al titular trucho de las tierras, identificado como Rafael Tirano, también tenían pistolas. Juan Pablo Moscoso, poseedor de la finca La Bolsa, a 25 kilómetros de Aguas Blancas en el límite con Bolivia sabía que eso no era un conflicto de tierras, porque a pesar de que siempre los invitó a llevar su reclamo a la Justicia, él nunca recibió alguna notificación. El último 10 de marzo Moscoso estaba solo en la finca. Desde hace días tenía oculta un vieja y oxidada carabina 22 que le prestó un amigo. Moscoso tenía la ventaja espiritual del hombre que pelea por su familia y está dispuesto a dar la vida.
Estaba haciendo un cerco para plantar unas flores, a unos metros de su casa de madera y de los restos de su primera casa incendiada dos veces. Los vio llegar del otro lado de un precario alambre pasando el cañavera.
Eran más de 20 según Moscoso. “Esperen, esperen”, los frenó de donde estaba el salteño de Morillo que defiende un pedazo de campo argentino en el medio de una “Y” que hacen los ríos Tarija y Bermejo.
El sicario de Orán estaba con su disfraz de safari y con su machete reluciente. Una señora se adelanta y lo saluda para que vaya. El sicario le dice que tienen que hablar con él.
Caminó despacio hacia el patio donde tiene plantado un poste para apoyar el celular. Es el único lugar con señal. Ese día no tenía crédito, pero simuló que hablaba con sus hijos. “Ya están acá. Vengan ahora”, dijo en voz alta. Una de las señoras avanzaba por el jardín. Dejó el teléfono y dio unos pasos para que no le tapen los movimientos de los invasores unos arbustos espesos. “Vení hijo de puta, queremos hablar con vos”, le gritaron. “Pará, pará”, ordenó Moscoso. Pero no perdió la calma y entró a su casa de madera y piso de tierra. Buscó un puñal y se lo puso en la cintura. Volvió al poste y agarró el teléfono. Mientras simulaba preguntarle a su hijo Diego por su paradero, también se acercaba al escondite. “¿Están en Campo Grande?”, preguntó para que piensen los invasores que estaban justo antes del cuartel militar del Ejército Boliviano que queda a menos de dos kilómetros de la casa.
La mujercita ahora estaba excitada arengando a los hombres del grupo. “Vamos, vamos”, repetía. “Agarren las armas. Agarren las armas”. “Pará. Pará”, les repitió Moscoso. “Si tenés algo que reclamar andá y denunciame en la Justicia. Pero no sigas porque acá nadie le está faltando el respeto”, agregó. “Vamos. Vamos. Le matemos. Le matemos”, empezaron a gritar las feroces mujeres, que no eran los líderes de la revuelta. El macho alfa era el sicario colombiano. Levantó el machete. Lo secundaba alguien señalado como exgendarme. No decía palabra y tenía colgada del hombro una escopeta. El sicario de Orán empezó a caminar y repentinamente aceleró su paso cambiando abruptamente su dirección para quedar oculto por unas plantas. “Hijo de puta”, gritaba blandiendo el machete.
Cuando Moscoso agarró el arma el sicario de Orán ya estaba lanzado en carrera con su brazo extendido y el machete en lo alto. El sicario no tenía visión completa. “Él no podía ver que yo tenía el arma”, cuenta Moscoso. La ventaja del terreno era para el chaqueño.
En un solo movimiento corrió una mantas que tapaba la carabina y la remontó mientras se enderezaba. Cuando estuvo firme lo vio aparecer al sicario a unos seis metros y disparó.
“Yo le tiré al que ladraba, al que venía a morder. No le tiré a los otros, que tal vez no tienen tanto que ver con esto. Pensé por un segundo en tirarle a la cabeza, pero le apunté al estómago”, relata Moscoso. Sonó un ruido seco. Las mujeres callaron. Había un silencio absoluto.
Julio Ernesto Barrios, el sicario de Orán, aflojó el machete y se agarró la panza. Por su disfraz de cazador de safari empezó a brotar sangre. Sus rodillas se doblaron y su cuerpo buscaba el suelo cuando uno de los matones que se encontraba por detrás lo sujetó. Los dos cayeron. El exgendarme estaba como a un metro y cuando sacó su vista de Julio Barrios, que tenía la cara llena de espanto, intentó torpemente recoger el arma que le colgaba del hombro. Pero Moscoso ya lo tenía entre ceja y ceja. “Dale. Sacala si sos macho”, le gritó.
El exgendarme bajó la mano que buscaba la escopeta, pero mantuvo la mirada. El chaqueño de Morillo sabía que el delincuente esperaba una distracción para meterle un escopetazo. “A éste le tiro a matar”, dice que pensaba. Pero el exgendarme consiguió nunca ese margen de error. "Ya vamos a ver”, dijo antes de darse media vuelta en retirada, Casimiro Cardozo, el supuesto ex gendarme que habría sido expulsado de las fuerzas al caer con 20 kilos de cocaína. El que cayó con Julio Barrios se reincorporó y lo empezó a arrastrar hacia la salida. Las mujeres gritonas salieron del susto y el espasmo de nuevo a los gritos. “Vámonos, vámonos”, daban de alaridos esta vez.
Según pudo averiguar este medio, el sicario de Orán no habría sido intervenido en hospitales argentinos, tampoco en el de la ciudad boliviana de Bermejo, sino en una clínica privada de Tarija, cabeza del departamento.
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