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La libertad de prensa no es un derecho de los medios de comunicación: es una necesidad de cualquier sociedad civilizada y un derecho fundamental de la ciudadanía.
Los cuestionamientos contra la libertad de prensa, que hoy formulan algunos intelectuales populistas, son resabios del pasado. No está mal que un gobernante se enoje con un diario. Al fin y al cabo, los análisis y las opiniones no se hacen para que todos queden contentos. El periodista dice lo que ve.
El problema se produce cuando quien gobierna se enoja porque el diario, la radio o el canal dicen la verdad: esa es la raíz de los conflictos en torno de la libertad de prensa. Los gobernantes, especialmente si son corruptos, suelen perder el control cuando una investigación revela sobreprecios o manipulaciones en una adjudicación, cuando se informa acerca de problemas sociales, como la pobreza o la crisis habitacional, el auge del crimen o la utilización de los recursos del Estado en beneficio de un grupo de amigos del poder.
Generalmente, la primera respuesta es acusar al diario de “mentiroso”. El segundo paso, atribuirle intencionalidad política, y el tercero, vincularlo a un grupo de intereses. Responder con pruebas concretas suele ser una excepción.
Esta metodología aplica lo que antiguamente se llamaba “falacia ad hominem”, es decir, responder con agravios.
Un medio periodístico puede mentir, por error o por malicia. La libertad de prensa incluye, como todas las libertades, la responsabilidad.
Pero por más errores que se produzcan y a despecho de la malicia, la pluralidad de medios de comunicación es la condición primera para que una sociedad sea libre, democrática y desmasificada.
La metáfora de “el diario de Yrigoyen”, que quizá nunca existió, expresa la fantasía oculta de todo gobernante con vocación despótica. Se dice que el histórico líder radical era engañado por sus colaboradores que le imprimían un diario a su gusto. Queda claro: lo engañaban. A los gobernantes que utilizan la publicidad oficial para convertir a periodistas aparentemente opositores en militantes obsecuentes, o que financian diarios a gusto que ponen en sus tapas cualquier cosa que halague al mandatario, también los engañan. Es cierto que ellos no creen los disparates que allí se publican, pero imaginan que el público puede ser embaucado.
Son ilusiones.
Nadie le cree a un diario regalado y ningún lector se engaña con la información sesgada o virulenta.
La prueba está en que las radios que viran hacia el oficialismo caen en audiencia en forma vertiginosa en pocas horas.
El lector, el oyente y el televidente saben qué quieren consumir.
No existe el periodismo militante; es solo activismo rentado.
La violencia verbal de los gobiernos contra el periodismo independiente suele ser seguida por otro tipo de agresiones, como la negación de información a los periodistas, las amenazas, el bastardeo público y, como sucedió hace unos días en Salta, contratando a través de algún obsecuente una cuadrilla para pintar carteles de descalificación contra un medio indócil.
Suena grotesco, pero es una historia repetida.
La Inquisición fue una institución que creó la Iglesia para preservar el dogma. En la poco democrática cultura de nuestro tiempo, no hay inquisición ni hogueras; tampoco dogmas que preservar, pero se busca el silencio de la prensa para tapar la corrupción y tratar de conservar el poder.
Las agresiones, la presión psicológica y el pago de prebendas preceden generalmente a la violencia física.
En una época, Remington era una marca de pistolas y de máquinas de escribir. Ciertos gobernantes sienten a la crítica como una amenaza y, muchas veces, caen en la tentación de responder, desesperados, con la fuerza del poder, o con el poder de la fuerza.
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