inicia sesión o regístrate.
El maestro Delmiro y el vate Oscar Acuña tenían la misma edad, y eran amigos “desde siempre”. En el momento de esta historia ambos tenían 9 años, e iban, bajo el sol de una siesta primaveral, a jugar un picadito con los otros changos del barrio en la cancha que estaba al costado Norte de la Sociedad Rural Salteña, frente a la fábrica textil SAITA (hoy shopping), atrás, tagarete de la VirreyToledo de por medio, del polígono de Gimnasia y Tiro.
-Che, le decía Delmiro a su amigo, si los que escalan los Andes son andinistas, y los que suben los Alpes son alpinistas, los que trepan zaguanes, como tu tío Normando, ¿qué son?
-No sé, fue la respuesta. Qué sé yo! No sé... ¿zaguanistas? Mirá, hoy irá mi tío a mi casa, después del picado vamos y le preguntamos, ¿meta?
-Meta!
El tío Normando era un personaje. Presumía de poder hacer cualquier cosa que le propusieran o pidieran. Aceptaba cualquier desafío que pusiese en duda sus habilidades. Lo lindo era que salía airoso de todas esas pruebas.
Afirmaba que sabía domesticar arañas pollito, y para demostrar que no era cuento, tenía un bicho de esos, negro y peludo, de aspecto temible, dentro de una cajita de cartón que llevaba siempre consigo. La abría y ordenaba con voz suave: -Salí para que te conozcan, Celestina. Y la enorme araña salía de la caja y caminaba pausadamente sobre el brazo desnudo de su dueño. Al llegar al codo se detenía. Entonces el tío le decía: -Volvé a seguir durmiendo, preciosa. Y Celestina, obediente, regresaba a la cajita. Era para aplaudir!
-¿Y qué come?, preguntaban los espectadores. Se alimenta con moscas y otros insectos que yo le proveo, respondía el tío Normando.
El tío Normando era hombre de cien oficios. Sabía cocinar, coser (él se hacía sus camisas y pantalones); era plomero, electricista, mecánico de autos; reparaba bicicletas y, por si fuera poco, componía torceduras de huesos, esguinces y otros descalabros óseos.
Probó suerte en el boxeo. Y ahí obtuvo una fama perdurable. En el Luna Park de la calle Necochea, entre 20 de Febrero y 25 de Mayo, enfrentó y ganó por paliza al gigante Camacho, un boliviano de dos metros y medio de alto que andaba de gira por estas provincias. Lo dejó dormido y pidiendo pido sobre el cuadrilátero.
Pero la hazaña que le ganó el fervor de la changada del barrio era circense: trepaba hasta lo alto del zaguán de la casa del futuro vate utilizando sólo las piernas. Y descendía de igual forma. El zaguán tenía como 8 metros de altura y 140 centímetros de ancho, típico de las casas de esa época. La muchachada se apiñaba a la puerta de la casa para verlo. Un espectáculo era.
Cuando Delmiro y su amigo le preguntaron esa tarde si lo que él hacía era propio de andinistas o de alpinistas, porque lo de “zaguanista” no les parecía que encajara, el tío Normando, desternillándose de risa, les contestó: -Digan, simplemente, que soy un artista del zaguán.
.