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Brasil, entre la furia y la gloria

Sabado, 14 de junio de 2014 02:49
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Dilma Rousseff estaba convencida de que, una vez comenzada la Copa del Mundo, los brasileños dejarían transitoriamente de lado sus preocupaciones y se concentrarían en el acontecimiento deportivo. Pero los hechos desmintieron a Rousseff. La represión policial a un grupo de manifestantes, en el camino al estadio mundialista de San Pablo, que lastimó a una periodista de la CNN, empañó los prolegómenos de la ceremonia inaugural. Los insultos a la primera mandataria aguaron la fiesta y fue una novedad en la larga historia de estos eventos internacionales.

Lejos de despejar la incógnita, los incidentes agigantaron el enigma sobre lo que puede ocurrir en los próximos días en un inmenso país de 200 millones de habitantes, que es la séptima potencia económica global, pero que atraviesa una etapa de fuertes tensiones sociales y está en vísperas de una elección presidencial en la que Rousseff juega su reelección.

San Pablo es el epicentro de un vasto y heterogéneo movimiento de protesta nacional, que presenta modalidades distintas según los lugares. En la urbe paulista, la particularidad surge del crecimiento de los “Black Bloc” brasileños, un grupo juvenil antisistema que denuncia al “Estado opresor, que tritura a la población y la mata en las filas del SUS (Sistema Público de Salud)”.

El “Black Bloc” empezó a tallar en las manifestaciones de hace un año en las calles paulistas, cuando el Movimiento Pase Libre, organizado por estudiantes universitarios, impulsó ruidosas movilizaciones masivas contra el aumento de las tarifas del transporte público. Al finalizar esas multitudinarias concentraciones de protesta, militantes del Black Bloc perpetraban actos de vandalismo que intimidaban a la población. Entre los blancos predilectos de esa violencia destructiva estaban los edificios de los grandes bancos, acusados de ser los culpables de las penurias de millones de brasileños.

“Nuestra violencia es una respuesta a la violencia estatal. Es autodefensa”, sostienen los militantes del “Black Bloc”. Y añaden: “¿Cuántas personas sufrieron quiebras por culpa de los bancos?. Entonces, es legítimo romper un banco”.

Una arista particularmente inquietante es la sospechada vinculación entre los dirigentes del “Black Bloc” y el Primer Comando Capital (PCC), la poderosa organización criminal que controla el narcotráfico en San Pablo y configura un verdadero “Estado dentro del Estado”. Los voceros del “Black Bloc” relativizan esa relación, aunque admiten tener “algunos contactos”. Pero esa ambigua precisión aclara menos que lo que oscurece: “No tenemos alianzas con el PCC, pero tampoco estamos en contra”, agregan.

Los problemas del éxito

A diferencia de Lula, un hincha fanático del popular Corinthians de San Pablo, Rousseff pertenece a la reducida minoría de brasileños que no está interesada en el fútbol. En una oportunidad, señaló que “Brasil había ganado cinco veces la copa Jules Rimet”, sin reparar en que después de la tercera conquista, en México en 1970, el trofeo cambió de nombre. En Brasil, ese déficit de conocimiento representa una valla cultural que puede influir negativamente en las decisiones políticas.

La economía brasileña está estancada. Tras un fuerte impulso en el 2010, cuando creció un impresionante 7,5%, en 2011 la cifra fue del 2,1%, en 2012 del 1%, en 2013 del 2,3% y las previsiones para este año son del 1,6%. La sensación generalizada es que la economía brasileña es un gigante que avanza a paso de tortuga y ese ritmo de expansión es incompatible con las expectativas de la población.

Brasil es un ejemplo paradigmático de lo que Samuel Huntington llamaba la “revolución de las expectativas” que se registra en las sociedades en rápido proceso de modernización económica.

Durante los últimos veinte años, durante los dos mandatos de Fernando Henrique Cardoso, las dos presidencias de Lula y el actual período de Dilma, salieron de la pobreza alrededor de 50 millones de brasileños, una cifra equivalente a la población argentina. Pocos países podrían mostrar resultados tan contundentes en la lucha contra la pobreza.

Pero esos millones de brasileños, en su inmensa mayoría jóvenes, que pasaron a conformar una baja clase media emergente no se conforman con haber elevado sus ingresos y mejorado sus niveles de consumo. Demandan ahora servicios públicos de calidad: transporte, salud, educación y seguridad.

La realización del campeonato mundial de fútbol se convirtió, entonces, en la excusa propiciatoria para la multiplicación de estos reclamos insatisfechos.

Las airadas protestas contra las inversiones exorbitantes en obras como la construcción de gigantescos estadios en ciudades en las que no existen equipos de fútbol de envergadura, como Brasilia y Manaos, alertaron sobre la raíz de la cuestión: para esta clase media emergente, el gasto público tiene que concentrarse en brindar respuesta a sus necesidades básicas. Cuando no ocurre así, lo consideran un simple despilfarro y, en muchas casos con razón, una fuente de corrupción.

Más allá de Dilma

El problema no es meramente coyuntural. Brasil asiste al agotamiento de un modelo. Con Lula primero, y después con Dilma, la expansión de la economía se basó en el aumento del consumo, sin crecimiento de la inversión. El resultado es un fuerte déficit de infraestructura en todos los planos. La consecuencia de esa dicotomía es que los beneficiarios de ese “boom” de consumo quieren ahora una infraestructura básica más acorde con sus expectativas de ascenso social. Los miles de millones de dólares gastados en la organización del torneo mundial de fútbol, a los que habrá que agregar las inversiones previstas para la realización de los Juegos Olímpicos de 2016, representaron políticamente un “boomerang”. La elite brasileña había imaginado que la condición de anfitrión de estos dos grandes eventos deportivos internacionales significaría un éxito similar a lo que fue para China la realización de los Juegos Olímpicos de 2008: su consagración como un protagonista relevante del escenario mundial. Lo que sucede hasta ahora es casi lo contrario: más que mostrar lo que Brasil tiene, los medios de comunicación globales exhiben lo que le falta.

No solo el gobernante Partido de los Trabajadores (PT) sino la totalidad del sistema político brasileño se encuentra entonces ante una encrucijada estratégica. Porque el aumento de los niveles de inversión en infraestructura no está al alcance de la capacidad financiera del Estado ni tampoco del sector privado nacional. Requiere, necesariamente, una mayor apertura al capital extranjero, lo que supone una drástica revisión de una larga tradición proteccionista que en realidad se remonta a la era de Getulio Vargas, iniciada en 1930. Esto ayuda a comprender el hecho de que las encuestas de opinión señalen que, a pesar del descenso de los índices de imagen positiva de Rousseff, sus competidores electorales están todavía muy por debajo suyo en popularidad y en intención de voto. Ni el exgobernador del Estado de Minas Geraes, Aecio Neves, candidato del Partido Socialista Democrático Brasileño (PSD), ni el exgobernador de Pernambuco, Eduardo Campos, postulado por el Partido Socialista Brasileño (PSB), lograron hasta ahora capitalizar el descontento colectivo.

El domingo 13 de julio, cuando el silbato del árbitro clausure el partido final del campeonato y los brasileños se entreguen a la euforia o a la depresión, según su selección haya ganado o no su sexto trofeo mundial, la campaña electoral ingresará en su recta final, pero la disconformidad no cesará y la crisis brasileña, internacionalmente disimulada por enorme tamaño de su economía, seguirá esperando respuesta.

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