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El prototipo argentino es así. Quiere ganar siempre y sacarlo a relucir; a veces no tiene límites ni empatía, como sucedió con aquellos hinchas argentinos que se burlaron de la triste lesión de Neymar exponiendo una falsa columna vertebral. El argentino siempre le exige más y más a su Selección y no parará hasta verla en el pedestal más alto al que, por ahora, se encamina con grandes ilusiones. El argentino es pasional y siempre quiere tener la razón al opinar del equipo. Que Enzo Pérez debiera reemplazar a Di María -que se perderá por lo menos la semifinal del miércoles con Holanda-, que lo debiera hacer Ricky Alvarez y otros, incluso a esta altura de la competencia, siguen reclamando por la ausencia de Tévez en Brasil.
El argentino parece llevar todas esas características en la sangre, pero tiene su explicación en la pasión que genera el Mundial en este golpeado país. Esta competencia es una lucha común a todos, algo que nos revive el sentimiento patriótico, nos recuerda que somos un país y que luchamos por lo mismo, que juntos podemos demostrar que somos los mejores. Cada cuatro años, unirnos para alentar a la Selección y soñar los cuarenta millones con que podemos ser campeones es bueno, aunque sería mejor que sucediera más seguido y no solo con el fútbol. Por ahora la ilusión, intacta.