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Laberintos humanos. Poemas del hombre
Carla Cruz entró a la casa del hombre solo de la montaña y encontró las cosas necesarias para preparar el matecito y el bollo con que despedir el día. Sobre la mesa estaban las pocas cosas que tenía: cantidad de papeles escritos con la letra grande de quien tenía ojos tan pequeños.
En esas hojas había poemas que no hablaban de amor sino de esa verdad que, según le había dicho, no era un permiso para vivir en el mundo sino la voluntad de hacerlo. El hombre le dijo que había buscado en todos los poemas sagrados para encontrar quien dijera esa suerte de verdad que conquistaba el mundo.
He leído libros con cantidad de verdades distintas, le dijo el hombre solo, pero la que necesitaba era aquella que no juzga a la gente sino en la que la gente juzga al mundo. Si vale la pena vivir es para adueñarse de la vida, le dijo el hombre y Carla Cruz pensaba que más que verdades, las cosas que le decía sonaban a verdades.
Tímidamente, la muchacha le dijo al hombre que le estaba pareciendo que la verdad tiene menos que ver con lo que se dice que con cómo se dice. Que no importaba lo que se dijera sino decirlo con tal fuerza que nadie pueda discutirlo, y el hombre la miró sonriendo. Eso es lo que digo, le dijo.
No hace mucho tiempo, mis padres me dejaron en Huichaira como ofrenda para los Varela, le dijo la muchacha, y conocí allí a tres hombres que los combatieron hasta que vi la oportunidad de huir. Luego bajó la vista hasta la mesa y dijo que Pablo había quedado peleando contra ellos mientras ella llegaba tan alto como estaba.