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Juan José Vázquez y Ana María Herrera tienen 6 niños de 2 a 11 años, con todas las carencias existentes.
La casa en la que viven es un rejunte de chatarras que Juan levantó con su carro. Él trabaja juntando cosas para vender y, con lo que fue encontrando, armó lo que consideran su hogar. Fierros, maderas, nylon y cartones conforman la vivienda. "Acá no tenemos luz, agua ni cloacas", dijo Juan.
Lo cierto es que solo el hombre habla. La madre se oculta y los niños corren descalzos y saludan a la cámara.
Es doloroso ver el entorno. Una chancha preñada, un cerdo enfermo con parásitos, muchas gallinas, una jauría y una familia de gatos conviven en el patio donde juegan los niños.
En el lugar hay de todo. Electrodomésticos, partes de autos, restos de construcciones y basura de todo tipo, tanto orgánica como inorgánica.
La cocina es una casilla de tres paredes de madera con un fogón a la vista, fuera de la casa.
El baño es un rastro de lo que alguna vez fue una acequia que pasa por detrás del dormitorio. En ese páramo, todas son malas noticias. La mamá está indocumentada por lo cual, según Juan, no perciben la asignación universal por hijo.
Tienen seis niños y nunca accedieron a beneficios sociales. En lo que va del año, solo recibieron 800 pesos que les dieron en el Concejo Deliberante.
Desigualdad social
La situación de la mayor de los hermanos, de 11 años, es la más crítica. Ella comenzó a estudiar dos años más tarde, por lo que recién está en cuarto grado.
Sucede que su mamá es analfabeta y no la puede ayudar con las tareas. Ella sabe que la escuela es lo único que la sacará de su realidad; por eso sigue y quiere ir a clases.
Su déficit en el aprendizaje se entiende a partir de su contexto. Como en su casa no hay luz, cuando llega el invierno debe volver rápidamente a realizar las tareas.
Hace los deberes sola y sin luz. Si nadie se apura, la atrapará la noche y ella seguirá en ese camino donde se reproducen las desigualdades sociales, de generación en generación.