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En la elección internacionalmente más relevante de este año, que tendrá lugar en Alemania en octubre próximo, Ángela Merkel se propone convertirse en jefa de gobierno por cuarta vez consecutiva. Para lograrlo, cuenta con un récord envidiable. Alemania se diferencia cualitativamente de la mayoría de sus socios de la Unión Europea. Su economía, la cuarta del mundo, protagoniza un salto cualitativo que afianza su liderazgo en el viejo continente, carcomido por el estancamiento productivo, las crisis políticas y el estigma traumático del Brexit.
En 2016, Alemania tuvo un superávit de cuenta corriente de US$ 297.000 millones, equivalente al 8,6% de su PBI. Es el mayor superávit del mundo después de China. Con una diferencia que jerarquiza el dato: Alemania tiene 82 millones de habitantes y China una población de 1350 millones de personas. Esa performance singular está basada en su enorme capacidad exportadora, que permite por ejemplo que la economía alemana tenga un superávit de US$ 61.000 millones en su intercambio comercial con EE.UU.
Los análisis de los técnicos de la Comisión Europea indican que más de un tercio del superávit comercial de Alemania es el resultado de la superior productividad de sus exportaciones en bienes de equipo y capital de alta tecnología, cuya calidad excepcional es reconocida internacionalmente. Esto provoca que dos tercios de las exportaciones alemanas de alta tecnología se realicen afuera de Europa, primordialmente a los grandes países emergentes, ante todo asiáticos y en primer lugar China, convertida en su principal socio comercial en los últimos cinco años. Alemania le vende más a China que al conjunto de los países de la Unión Europea. Volkswagen produce y vende más automóviles en China que en la propia Alemania.
La base de esa mayor competitividad es estructural. Reside en su mayor capacidad de innovación, sumada al hecho de que sus grandes empresas metal-mecánicas (Siemens, Krupp, Thyssen, entre otras) han desplegado sus cadenas productivas en los principales países de Europa Oriental (República Checa, Eslovaquia, Polonia y Hungría), lo que les otorgó una ventaja competitiva adicional por los bajos costos laborales de esa región.
Debido al envejecimiento de su población, la fuerza de trabajo en Alemania pierde 350.000 operarios por año. La curva demográfica es elocuente. El porcentaje de la población mayor de 60 años asciende hoy al 27% del total y treparía al 39% en 2050. Correlativamente, los menores de 15 años serían el 15% de la población, el menor nivel del mundo.
Esta es la razón de fondo por la que Merkel decidió recibir a 1.200.000 refugiados sirios, con un promedio de edad que oscila entre los 25 y los 30 años, y logró que esa audaz iniciativa, insólita en el actual clima político de la Unión Europea, recogiera el apoyo mayoritario de la opinión pública, a pesar de la cerrada resistencia de la "derecha alternativa". Para ello, fue necesario aprobar también un aumento del gasto público, modificar el sistema educativo y garantizar la enseñanza masiva del idioma alemán, que superó al francés como el idioma de Europa continental más estudiado actualmente en el mundo.
Revolución de la productividad
Pero ésta no fue la única de las recientes innovaciones de Merkel, empeñada en promover una revolución de la productividad en la economía germana. También decidió transformar, en un plazo de veinte años, la totalidad de la estructura energética alemana para convertir a los combustibles renovables en la principal fuente de aprovisionamiento energético, en detrimento de los combustibles fósiles. El objetivo es disminuir en 40% la emisión de dióxido de carbono para el 2020 para alcanzar la meta del 80% de reducción para 2050, lo que convertiría a la economía alemana en una verdadera "economía verde".
En plantas de energía renovable se están invirtiendo unos 20.000 millones de dólares anuales, una cifra que trepará a 30.000 millones de dólares en una década. En el camino, la industria alemana tendrá que disminuir a la mitad el uso de energía por unidad de producto. El resultado será que Alemania tendrá entonces la producción manufacturera con menor contenido energético del mundo. Sería la industria con menor capital fijo y mayor capital intelectual.
Junto con Estados Unidos y China, Alemania está a la vanguardia de la nueva revolución industrial. Su fortaleza competitiva está en la denominada "Internet de las cosas" (interconexión digital directa entre objetos), una expresión actualizada de su tradicional especialización metal-mecánica. Este proceso está impulsado por un aumento significativo y sistemático en el gasto en investigación científica y tecnológica.
Alemania es el único país altamente desarrollado donde el sector industrial aumentó en vez de retroceder. Ascendía al 35% del producto bruto interno en 1995 y llegó al 45% en 2015. Más que desindustrialización, habría que hablar de hiperindustrialización. Esa industria atraviesa un proceso de transnacionalización. Adquiere en el exterior más del 50% de sus insumos. La mitad proviene de sus filiales en Europa Oriental, cuyos costos laborales son 25% inferiores a los alemanes.
Pero esa industrialización está centrada en las industrias de avanzada. En diciembre pasado, Merkel inauguró un programa de subsidios para la venta de automóviles eléctricos de 1.200 millones de euros, que implica la entrega de 4.000 euros a cada comprador, una cifra que se reduce a 3.000 euros para las unidades híbridas. El costo de la operación se divide por mitades entre la industria automotriz y el Estado.
El objetivo de este programa es asegurar que la industria automotriz alemana consolide su liderazgo en la producción de vehículos eléctricos y garantice que las nuevas generaciones de baterías construidas con litio se manufacturen en territorio germano. La previsión oficial es que en un plazo de veinte años se modificará de raíz el mercado automotor mundial y que para entonces el 75% de los automóviles serán eléctricos o híbridos.
Este monumental éxito económico en medio de un continente en crisis coloca a Merkel, erigida hoy en la figura estelar de la Unión Europea, a la altura de sus dos grandes correligionarios democristianos que la antecedieron en el gobierno de la Alemania de postguerra: Konrad Adenauer, artífice de la reconstrucción de un país devastado, y Helmut Kohl, protagonista de la reunificación nacional materializada en 1990 tras la caída del muro de Berlín.