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Al iniciarse este año electoral las preocupaciones de los argentinos pasan por la incertidumbre sobre la suerte de las economías de cada familia y la ausencia de horizontes perceptibles hacia el futuro.
Más allá de las ideologías, existe la certeza compartida de que nuestro país viene desaprovechando posibilidades y se encierra cada vez más en un laberinto donde se degradan sin sucesión de continuidad el empleo, el salario y la educación.
Al mismo tiempo, los dirigentes, tanto del Gobierno como de la oposición, no logran desarrollar diagnósticos ni proyectos; sin ellos no existe posibilidad de conocer la magnitud de nuestros problemas, ni de insinuar cuál es el camino de salida.
Los plazos electorales representan un cepo, porque son mucho más breves que los tiempos que requiere la economía. Para el político resulta mucho más fácil criticar al gobierno de turno y prometer bonanzas futuras que diseñar planes claros de gestión.
Este año 2019, al producirse la octava elección presidencial desde 1983, los proyectos, la gestión, y especialmente la verdad, quedarán sometidos a la urgencia de los candidatos.
El país vivirá una verdadera maratón y es muy probable que, en la mayoría de las provincias, los ciudadanos deban concurrir cinco o seis veces a las urnas. Por lo pronto, el cronograma proyecta elecciones desde febrero a noviembre. Además de presidente de la Nación y vice, este año se renovarán 22 gobernaciones, la mitad de las bancas de diputados nacionales, senadores nacionales de ocho provincias, además de legisladores y concejales de todos los distritos. El 11 de agosto se realizarán las primarias abiertas y obligatorias (PASO), nacionales; las elecciones generales serán el 27 de octubre y el probable balotaje, el 24 de noviembre.
En este escenario, el cálculo y la estrategia electoral ya atentan contra el objetivo esencial, que es la construcción de la calidad de vida y el desarrollo sostenido en el tiempo. La vorágine de votaciones no solo satura a la población, cuyas expectativas suelen ser defraudadas, sino que distraen a los gobernantes de su función esencial.
La decisión de unificar o separar los comicios nacionales y provinciales obedece a la conveniencia de los oficialismos y no a la calidad de la democracia. Se trata, solamente, de llegar o mantenerse en el poder. No obstante, todos los candidatos, sin excepción, deberían tener presente que lo que viene, gane quien gane, es difícil.
No solo los problemas económicos y sociales acumulados y potenciados durante muchos años se han agravado, sino que el contexto internacional se proyecta mucho más desfavorable.
El propio presidente del Banco Central, Guido Sandleris, advirtió sobre "la incertidumbre política en Brasil es otro obstáculo para la economía argentina", y también adelantó que estos fenómenos, junto con las elecciones presidenciales, "podrían crear algo de ruido el año que viene".
El país no está bien, económica ni institucionalmente, como para poner la gestión entre paréntesis pensando en la maratón electoral. Tampoco para gastar no menos de 8.000 millones de pesos en financiamiento electoral, a lo que deberá sumarse el costo añadido en las provincias que desdoblen los comicios.
Subordinar la ejecución del presupuesto a cálculos mezquinos es resignar la posibilidad de proyectar a futuro. Las decisiones de gobierno, de cualquier naturaleza no pueden regirse por ese parámetro, porque en nuestro país se vota cada dos años, y los mandatos de presidentes y gobernadores duran solo cuatro.
No es que el sistema democrático, que incluye elecciones, perjudique a los gobiernos. Ninguna dictadura, en la Argentina fue más eficiente que los gobiernos civiles. Lo que falla, y que parece una meta inaccesible, una quimera, es la capacidad de definir qué país queremos y de celebrar acuerdos básicos y respetarlos sin concesiones ni claudicaciones; corregir esto es, probablemente, la transformación más profunda que necesitamos y merecemos los argentinos.
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