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La Argentina es un país tremendamente politizado.
Probablemente, el mayor de nuestros problemas actuales sea la incapacidad de actuar como Nación y proyectar el futuro tomando decisiones compartidas para lograr el desarrollo.
En las redes, en la vida cotidiana y en el periodismo abunda la opinión política. En los últimos 16 años, ese estado deliberativo de la política tomó un perfil confrontador e irracional que caldea los ánimos y nos transforma en rivales.
Se parte de posiciones que excluyen a las opuestas y los dirigentes se suman a polémicas de bajo calibre.
Nuestra democracia necesita reprogramarse, porque en 36 años, no ha logrado dar respuesta a las grandes carencias que sufren gran parte de los argentinos.
La Argentina no soporta más inflación. El gobierno de Cristina Fernández registró un promedio del 25% anual, que la adulteración de los datos del Indec no alcanzaron a disimular; Mauricio Macri, en sus tres años y medio, merodea el 36%, a pesar de haber sostenido que la recuperación iba a ser rápida.
Pero la historia viene de más atrás.
Desde el "rodrigazo" de junio de 1975 a la fecha, los gobiernos no han hecho otra cosa que gastar más de lo que recaudan, financiar el déficit fiscal con emisión de moneda o con endeudamiento y, de ese modo, instalaron dos bombas de tiempo: una presión tributaria creciente y una caída constante de la inversión privada.
Lo que cambió en 1975 fue la economía del mundo, tras la crisis del petróleo. A partir de ese desconcierto los gobiernos que se sucedieron no acertaron con ninguna solución. La secuela más terrible es la tragedia de la pobreza, el desempleo y del deterioro laboral.
Desde 1983, el promedio de inflación se acerca al 72%
Entre 2011 y 2016, el gasto público se duplicó en relación con el PBI y ante la crisis de empleo se designaron en el Estado casi 700 mil empleados.
Es hora de cambiar el rumbo. Nuestro país necesita definir cuáles son las fortalezas sobre las que piensa apuntalar su plan de desarrollo.
El reciente, y muy modesto, repunte se explica por la producción de cereales y oleaginosas. El campo sigue siendo la columna vertebral de nuestra economía y en el mundo contemporáneo es imprescindible entender que el "modelo agroexportador" es un concepto del pasado. El campo es y debe ser agroindustria, necesita profundizar su modernización y adecuarse a las condiciones de producción y comercialización que garanticen la recuperación y la ampliación de los mercados internacionales, que demandan alimentos.
Es necesario, además, acordar un plan de desarrollo minero a largo plazo. Mientras que las garantías jurídicas dependan de un gobierno de coyuntura y no de una Nación y un Estado con continuidad en los compromisos, no habrá inversores en rubros como los mencionados que requieren certezas a muy largo plazo.
El nuestro, recordemos, es un país que logró mantener "la inflación cero" durante los diez años de Convertibilidad, pero que terminó sancionando por aclamación el no pago de la deuda.
Al mismo tiempo, los desarrollos tecnológicos imponen modificar por completo los criterios de política industrial y de servicios.
El resultado es trágico: la pobreza creció desde menos del 5 % en 1975 al 32% en 2019.
Hace más de medio siglo, el científico Jorge Sábato propuso un modelo de desarrollo productivo global: su famoso triángulo, en el que el Estado genera un programa con objetivos, plazos y recursos con la participación activa y decisiva de la universidad y la empresa.
La idea continúa vigente y hoy, en Salta, las dos universidades y las cámaras empresarias intentan reflotarla. Los problemas sociales son graves y crecientes, pero solo comenzarán a ser resueltos cuando los gobiernos y la política enfoquen todos sus esfuerzos hacia esas metas.
No es una quimera, sino una cuestión de sentido común, y depende básicamente que los líderes asuman que gobernar no es dar el gusto a le gente sino conducir al país, la provincia o el municipio hacia una realidad superadora.