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El revocamiento del procesamiento del periodista Daniel Santoro fue una buena noticia. Había sido involucrado artificialmente por el juez militante Alejo Ramos Padilla (claramente incompetente en el caso) en una causa pergeñada por una coalición de servicios de inteligencia, algunos detenidos por causas de corrupción, operadores y la página digital Cohete a la Luna. No hay un solo indicio de que la intención fuera otra que la de criminalizar al periodismo y eliminar el secreto de las fuentes. El personaje central de todo este escándalo fue el falso abogado Marcelo D'Alessio, que se hacía pasar por agente de la DEA pero que en realidad vivió siempre de los contactos con el bajofondo de la "inteligencia" criolla.
La Cámara Federal de Mar del Plata fue categórica: "(...) la libertad de expresión es una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática. Es indispensable para la formación de la opinión pública... Es, en fin, condición para que la comunidad, a la hora de ejercer sus opciones, esté suficientemente informada", sostuvo en el fallo. Como era evidente, la Cámara señaló que "los hechos atribuidos a Santoro solo podrían encuadrarse dentro de un neutral ejercicio de su actividad profesional...".
El miércoles, la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) expresó "preocupación por varios casos de criminalización a la labor de los periodistas argentinos que investigan sonados casos de corrupción pública". La entidad denunció que "en un arrebato anticonstitucional, el juez federal Marcelo Martínez de Giorgi apuntó contra las fuentes del periodista investigativo Diego Cabot, del diario La Nación. El juez ordenó que le entregaran los registros de las cámaras de seguridad de la zona donde el periodista se reunió con una persona, que fue una de sus fuentes en el caso denominado "causa de los cuadernos', con el que destapó una de las mayores tramas de corrupción de las últimas décadas en el país".
Carlos Jornet, presidente de la Comisión de Libertad de Prensa e Información de la SIP, denunció "un patrón de acoso judicial que aparenta tener la intención de impedir que el periodismo investigativo continúe con su labor".
Uno de los grandes riesgos que corre la democracia, en Argentina y en el mundo, es la relativización del valor de la libertad de prensa, de opinión y de expresión. O tal vez, más que riesgo, sea un síntoma del descreimiento de los valores de la pluralidad y de la racionalidad. En muchos países, esa pérdida de fe en los valores de la sociedad moderna se traduce en el surgimiento de liderazgos mesiánicos, asentados en el resentimiento de minorías, que terminan engendrando movimientos reaccionarios de perfiles diferentes. Como el socialismo y el fascismo tradicional ya son piezas arqueológicas, se utilizan arbitrariamente conceptos como "derecha" e "izquierda". Lo cierto es que son todos autoritarios, y no solo en la Argentina.
Donald Trump y Nicolás Maduro, el capitalismo de Estado de China, el nuevo zarismo de Vladimir Putin, las distintas variantes antidemócráticas de Medio Oriente, Europa y Latinoamérica convergen en un mismo rasgo: la fobia a la prensa, a la opinión y a la justicia independientes.
La prueba de todo esto la ofrece el anacrónico autoritarismo de los ayatollas chiítas. El sábado por la madrugada, el periodista disidente iraní Ruhollah Zam, fue ejecutado en la horca. El régimen de Teherán lo acusó de ser "líder de los disturbios" y de actuar dirigido por la inteligencia francesa y apoyado por los servicios secretos de Estados Unidos e Israel. A través de su sitio web, AmadNews, y de un canal que creó en la app de mensajes Telegram, Zam había difundido las masivas protestas y publicado noticias muy embarazosas sobre funcionarios corruptos de la teocracia iraní. El periodista estaba exiliado y fue secuestrado en el exterior (probablemente en Irak) por grupos de tareas de la inteligencia iraní. Tenía 47 años y había sido condenado a muerte por la Corte Suprema, integrada por magistrados que responden al ayatollah Alí Jamenei.
La ideología sirve para disfrazar los intereses. La masacre de la AMIA, en vergonzoso acuerdo de impunidad celebrado por Cristina Kirchner con Teherán y el asesinato del fiscal que lo investigaba son indicios más que claros, incluso para quien pretenda cerrar los ojos. Le pasó al pensador francés Michael Foucault, el gran inspirador del pensamiento antisistema argentino, quien viajó en 1979 a Teherán para celebrar la revolución del ayatollah Rullolah Khomeini; un personaje que parecía extraído de la novela El nombre de la Rosa, de Umberto Eco, y que entre otras muestras de despotismo ordenó a los creyentes asesinar al escritor indio Salman Rushdie, simplemente, porque le molestó el contenido de su libro Versos Satánicos. El crimen no se concretó, pero el condenado debió vivir varios años en la clandestinidad.
El autoritarismo es así. Hace un año, el Tribunal Revolucionario de Teherán, es decir, la teocracia iraní, condenó a Saba Kord Afshari, una activista de derechos civiles a 24 años de prisión en Irán por protestar contra el velo obligatorio. El 19 de agosto de 2019 había sido acusada de "difundir corrupción y prostitución al quitarse su hiyab y caminando sin velo", "difundiendo propaganda contra el Estado".
Conviene hacer abstracción de la posición de Irán en Medio Oriente y su proyecto nuclear. El autoritarismo no es democrático, ni tolerante, ni inclusivo. La alianza bolivariana con ese régimen debería alertar a los "progresistas" criollos.
La división de poderes y la democracia están reñidas con el dogmatismo y el autoritarismo. Los ataques a la prensa y a la Justicia son ataques a la libertad y al derecho de los ciudadanos; un síntoma de violencia cuyos límites son impredecibles.