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Opinión. Por Lucas Potenze (Magíster en Historia).
La copla que escribió Rafael Obligado tiene la belleza de lo sencillo y de lo verdadero. Porque probablemente Manuel Belgrano haya sido nuestro prócer más querible, aquel a quien todos nos queremos parecer, merecedor de nuestra admiración y nuestro agradecimiento y un cierto sentimiento de culpa por lo ingrato que fueron los sucesivos gobiernos de Buenos Aires con él, que valía más que cualquiera de los mediocres burócratas que lo juzgaron, los que lo encadenaron o los que, al desentenderse de sus salarios, lo dejaron morir en la pobreza más absoluta. Tiene Belgrano la principal virtud del patriota. Aquella de poner por encima de sus intereses los del conjunto de la Nación. Con una salvedad. En aquella época no había Nación. Había tierra y había hombres, pero aún no existía la institución, la historia y el destino común que nos constituyera en una Nación. Estudió leyes en la Universidad de Valladolid, pero se sentía parte de esta comunidad americana y, siendo uno de los principales intelectuales de su época, puso su cultura y su intelecto al servicio de su pueblo. De ellos nacieron los dos primeros periódicos del Río de la Plata, el Telégrafo Mercantil y el Correo de Comercio, la Escuela de Náutica, la de Dibujo y la de Matemática, las primeras escuelas de primeras letras para mujeres y tantas otras iniciativas de este porteño incansable, a quien solo un gigante como Sarmiento puede discutirle el título de “Padre del Aula”.
Pero, como dice en sus memorias, supo leer los signos de su tiempo y pensando que pronto América iba a sacar a la superficie el conflicto latente entre criollos y españoles, decidió estudiar las nociones básicas del arte militar, que puso en práctica durante las invasiones inglesas.
Belgrano era abogado de profesión y economista por vocación, y se empeñaba en desarrollar las fuerzas que sacaran a estas provincias de su largo letargo, comenzando por el trabajo y la ilustración. Tenía un bien ganado prestigio que hizo que fuera lógica su designación como vocal de la Junta, y como en aquella aldea, la más lejana del imperio español, no abundaban los militares de escuela, cuando se resolvió enviar expediciones militares al interior para invitar a las provincias a adherir al movimiento revolucionario, él fue nombrado jefe de la tropa que se envió al Paraguay. La expedición fracasó pero tras un breve período al mando de la fuerza que peleaba en la Banda Oriental es enviado por el primer Triunvirato a hacerse cargo del Ejército del Norte, que retrocedía después de su aplastante derrota en el Alto Perú.
Este es el tiempo más notable de Belgrano como militar. Entre 1812 y 1813 lo encontramos enarbolando nuestra bandera en las barrancas de Rosario, haciéndola jurar al Ejército del Norte, disponiendo, convenciendo y organizando el Éxodo Jujeño y plantándose en Tucumán para hacer frente al enemigo. Allí se dio la batalla estratégicamente más importante librada en territorio argentino, porque si el resultado hubiera favorecido a los realistas, poco les hubiera costado avanzar hasta el litoral, unirse con los españoles de Montevideo y recuperar Buenos Aires, que estaba totalmente desguarnecida. Por eso el Triunvirato le ordenó a Belgrano que rehuyera la batalla, que retrocediera hasta Córdoba, que resguardara la división, pero nuestro “generalito improvisado”, como le llamó Sábato, decidió dar batalla, consciente de que quienes inician una revolución tienen que estar dispuestos a hacerse dignos de ser libres arrostrando los riesgos que ello implica. Y en este caso se cumplió con el apotegma de que la suerte sonríe a los valientes, porque contra toda lógica Belgrano venció en Tucumán y el ejército invasor huyó hacia el norte. Belgrano, en lugar de retroceder hasta Córdoba avanzó hasta Salta, donde el 20 de febrero de 1820 volvió a derrotar a las armas del rey, que esta vez se rindieron incondicionalmente ante las fuerzas revolucionarias.
Por sus triunfos militares, el gobierno central premió a Belgrano con 40.000 pesos, lo que debía ser una suma considerable porque los destinó para la fundación de cuatro escuelas en otras tantas ciudades del Norte. Lo que se ganó en el campo de batalla debía consolidarse en las aulas si es que queríamos de verdad construir una nación.
Belgrano no tuvo más triunfos militares. Fue derrotado en Vilcapugio y Ayohuma y luego separado del mando del ejército. Fue comisionado en Europa en misión diplomática y más tarde volvió a Tucumán, donde estaba reunido el Congreso y allí abogó por que se declarase la independencia y fue quien propuso la coronación de un príncipe inca para consolidar el sentido americano de la Revolución, proyecto este que fue apoyado por San Martín y Güemes pero no por los diputados de Buenos Aires.
Belgrano permaneció en Tucumán, estuvo nuevamente a cargo del Ejército del Norte, acantonado en una posición netamente defensiva aunque apoyando la lucha de Güemes que defendía la frontera del Norte. Mientras tanto, no dejó de escribir y batallar por la organización de su patria. Una extraña locura lo inspiraba a entregarse a la fundación de una nación en ese inmenso desierto, ese espacio sin tiempo que tan bien había conocido en sus campañas militares. Una pasión superior, a la que le podemos llamar amor a la patria, esa que ennoblece a quien lo da y enaltece a quien lo recibe, lo llevó hasta el límite del sacrificio personal, con ese amor que duele pero que agiganta su figura hasta la categoría de héroe.
Sabemos que murió olvidado y en la más absoluta pobreza; aprendimos en la escuela que en su lecho de muerte le entregó su reloj a su médico porque no tenía otra cosa con que pagarle sus servicios. Sabemos también que las cuatro escuelas para las que él donó el dinero de su construcción recién se terminaron hace unos pocos años y últimamente nos enteramos de que el reloj fue robado de la vitrina donde estaba expuesto en el Museo Histórico Nacional. De todos modos, doscientos años después de su muerte, Belgrano sigue siendo una figura que nos enorgullece, nos orienta, nos hace pensar que aún en los momentos más aciagos se puede soñar con la patria amada unida para reconstruirse más justa, más solidaria, más honesta y más equitativa, construyendo un destino común. Como, con palabras tan sencillas, dijo Rafael Obligado: “¿Quién dice Manuel Belgrano y no se siente mejor?”.