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A partir del 15 de noviembre, una vez producido el recuento de costillas de sus integrantes, el sistema político tendrá ante sí el doble desafío de zanjar de manera inequívoca el rumbo a seguir y comenzar a definir un liderazgo y una política, ante el cráter que las primarias de septiembre crearon en el sistema de poder hasta allí vigente.
La dura derrota experimentada por el oficialismo en las PASO empujó a asumir un papel protagónico a los llamados poderes territoriales, al movimiento obrero y a los movimientos sociales. Pero, aunque comenzó a insinuarse un cambio todavía no hay una formulación categórica que exprese esos cambios.
La hora habrá llegado después del recuento del 14 de noviembre. La definición clara del rumbo implica, asimismo, que se perfile un liderazgo.
En el oficialismo ese giro ya se apoya claramente en los poderes territoriales, los movimientos sociales y el movimiento obrero.
El mensaje sindical subrayó que "es tiempo de justicia social" y convocó a que el peronismo promueva "la alianza entre la producción y el trabajo a través de la profundización del diálogo social institucionalizado para elaborar los necesarios consensos".
El tema crucial, el gran separador de aguas, se llama, justamente, acuerdo con el FMI. El país tiene apenas unas semanas después del 15 de noviembre para tomar la largamente pospuesta decisión. A partir de abril, el año 2022 incluye vencimientos por más de 19.000 millones de dólares. Y 2023 tiene una exigencia del mismo monto. Pero antes de abril -en marzo- hay un vencimiento por 3.590 millones de dólares. Los compromisos son impagables sin acordar con el Fondo una reprogramación: la falta de acceso del país a financiación en los mercados internacionales determina esa imposibilidad.
En los últimos días desde el Gobierno y desde el ala cristinista del oficialismo se han exteriorizado posturas que parecen rechazar el acuerdo o, en su versión más moderada, las condicionalidades que previsiblemente impondría el Fondo. Parece un intento infantil de jugar con fuego, aunque debe tomarse en cuenta que aún se transita la campaña y que el discurso puede ser más un producto para consumo del público propio que una toma de posición duradera.
La realidad indica que sin acuerdo con el Fondo -cuanto antes mejor- el país pasaría a convertirse decididamente en paria internacional, como dictaminó hace unos días el prestigioso analista Ricardo Arriazu. La estructura ya empieza a crujir: la inflación no para, pese a los controles; el peso sigue perdiendo valor frente al dólar, con o sin cepo. Las reservas del Banco Central no alcanzan para realizar maniobras defensivas de la cotización y satisfacer las necesidades del sistema productivo que necesita divisas para comprar insumos o máquinas. La desconfianza se trasmite.
La legitimidad del gobierno de Alberto Fernández, aunque incuestionable por su triunfo de 2019, arrastra una debilidad de origen: su candidatura dependió de un solo voto, el de una persona qué internamente había sido vetada por el conjunto de su fuerza y sobrellevaba una altísima cuota de rechazo social, factores que lúcidamente la llevaron a declinar una candidatura propia.
Por tales motivos, la presidencia de Alberto Fernández cuenta a esta altura con pilares políticos extremadamente vulnerables, que han sido azotados por la pandemia, por errores propios y en septiembre por el resultado de las PASO, que arrasó con el sistema de poder en el que se sustentaba el gobierno. La prueba del 14 de noviembre es el remate de esa trayectoria.
Por detrás o a los costados del escenario electoral se puede detectar una convergencia de fuerzas que -cada una desde su perspectiva, aunque algunas de ellas interrelacionadas- trabajan para evitar que la Argentina se interne por un camino de aislamiento y decadencia.
Es plausible pensar que esa composición de factores contribuirá a que, a partir del 15 de noviembre, prevalezca la influencia de los sectores más racionales y empiecen a perfilarse con claridad un nuevo liderazgo y un programa adecuado a las circunstancias. Es decir, en condiciones de garantizar gobernabilidad y crecimiento durante los dos años que restan del actual período de gobierno.
El motor de esa búsqueda es, en realidad, como en otras ocasiones históricas, el miedo al vacío, la presencia de una crisis amenazante que la pandemia agravó pero que la precede, pues ha venido ahondándose en las últimas décadas y bajo gobiernos de distinto signo.
La inflación persistente, la pobreza creciente que ya no puede disimularse con planes sociales, las imprescindibles reformas que alienten la inversión, la productividad y el empleo genuino son puntos esenciales que requieren políticas de Estado y que requerirán ser acordados después de la contabilidad electoral. El punto central de ese nudo reside en la necesidad de acordar con el FMI.
Si el país asume las tareas pendientes el mundo le ofrece una nueva oportunidad histórica: la reactivación económica mundial pospandemia y, sobre todo, el sostenido crecimiento del consumo en China, que asegura demanda sostenida y buenos precios para nuestros alimentos, constituyen un piso sólido; el financiamiento barato está a mano si el país encara las reformas indispensables y cierra adecuadamente el acuerdo con el FMI.
El alza del precio del petróleo en el mundo es una buena noticia para una Argentina que cuenta con el potencial de Vaca Muerta.
En muchas ocasiones esa búsqueda política obtiene un premio tardío: es admitida después de que la gran crisis ya se ha desatado y cuando las medicinas que antes eran rechazadas a priori pasan a considerarse menos agresivas que las que la crisis proporciona sin receta alguna.
A partir del 15 de noviembre veremos si también esta vez hay que pagar ese precio.
* El autor es miembro del Centro de reflexión para la acción política Segundo Centenario.