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La democracia es inviable sin partidos y sin proyectos

Una oposición con proyectos y un Congreso consciente de su rol son indispensables para la gobernabilidad. 
Jueves, 17 de octubre de 2024 01:24
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La democracia es un sistema político de ideas. Cuando tales ideas tienen correlato con el deseo de la mayoría de los electores, son gobierno. Al ser gobierno, los ejecutores de ideas deben cambiar su táctica a la eficacia de la acción y al impacto medible. La gestión pública pasa por poner en práctica las ideas que ganaron el beneplácito electoral.

El contrato político por excelencia es justamente rendir cuentas en la gestión sobre la implementación del manifiesto electoral. Después, habrá momentos para justificar cambios, alternancias de planes o inclusive el abandono de ideas electorales. Esto es normal porque ningún proyecto de gobierno sabe con exactitud que puede o no funcionar antes de, justamente, gestionar. Por eso siempre mencionamos que una cosa es ganar una elección y otra muy diferente gobernar.

Las ideas y la práctica

En el plano de las ideas, las que se proponen en una elección son motivantes, amplias, progresistas. Cuando las ideas se vuelcan al gobierno, estas pueden tornarse pragmáticas, limitadas y hasta totalmente modificadas por la acción de control parlamentario. Todo esto es normal en un sistema democrático. La normalidad es que las plataformas electorales tengan plan de gobierno, los gobiernos tengan estrategia y capacidad de gestión y los parlamentos tengan aptitud de control, de mejoría de leyes y de propuestas superadoras.

Por eso, cuando el presidente Milei sostiene el veto ante el desfinanciamiento de la educación pública superior, el Congreso reacciona. Por supuesto que a un sector no le gustara el resultado, a otro sí. Eso es la democracia. Ahora bien, nada de esto – que parece lineal pero no lo es – funciona sin oposición democrática.

Muchas veces hemos repasado este tema en esta columna. Para el autor, el rol de la oposición es crucial, es imperante y necesaria para el correcto funcionamiento de la democracia, que es (o debería ser) un festival de ideas. La oposición democrática se parece mucho a un partido político que aprende de la derrota electoral. Aprender de la derrota electoral conlleva a varias actividades en conjunto: renovar liderazgos, entender las causas de la derrota, renovar la batería de ideas, justificar cambios de parámetros de políticas públicas y, sobre todo, ejercer el rol correspondiente a un país que aspira a ser mejor: construir una alternativa.

Pensado a la inversa, más allá del gusto político del lector, la evolución del PRO o de La Libertad Avanza prosiguió con la totalidad o parcialidad de estos pasos. Después de naufragar en la derrota, el PRO siguió siendo alternativa electoral y es hoy el garante de la gobernabilidad del presidente Milei. La Libertad Avanza, al ser un espacio nuevo en el croquis electoral, todavía no tuvo oportunidad de derrota programática que justifique su metamorfosis post aprendizaje. El caso que deberíamos observar y estudiar es el del peronismo. Muchos se preguntarán cual peronismo, pero para simplificar, con solo centrarnos en la estructura institucional que quiere comandar el gobernador Ricardo Quíntela o la expresidenta Cristina Fernández podemos hacer una reflexión sobre la oposición democrática.

La interna peronista

Si partimos de la base que la eficacia institucional y el grado de desarrollo organizativo de un partido político alienta a una mejor democracia, entonces hay motivos para ver con buenos ojos la disputa de poder del Partido Justicialista a nivel nacional. La disputa, en términos ideales, sería a partir de una reflexión profunda que traiga el aprendizaje de la derrota como factor unificador de los cambios necesarios. Lo que tan bien hacen los partidos parlamentarios en Europa le vendría muy bien al Partido Justicialista. Generalmente ante la derrota electoral, los partidos parlamentarios en el Reino Unido tienden a llamar a un ejercicio de introspección y análisis de derrota. Equipos profesionales – propios – dedicados a esta tarea se encargan de enmarcar el diagnóstico compartido que después da puntapié a candidaturas para liderar una nueva etapa. En otras palabras, no hay múltiples versiones o verdades sobre el diagnóstico. Hay uno. Uno, pero compartido, meditado, comprendido y acordado adentro del partido. Esto no busca la unificación de pensamiento, sino busca el punto de partida común. Si las razones del fracaso son compartidas, las futuras victorias también.

Desde este punto de vista, las candidaturas de Quíntela y Fernández dejan bastante que desear. Más que comenzar desde un diagnóstico institucional compartido, la disputa de poder se parece más a una elección interna entre dirigentes, no entre ideas. Si las ideas pasan al segundo plano, ¿qué pasa cuando el dirigente pierde confianza o no logra unificar al partido? Podríamos ser mucho más técnicos y adentrarnos en los procesos de gobernanza interna del Partido Justicialista para ver realmente la salud democracia de la institución. Seguramente veríamos que lo que debería regir como hoja de ruta sea simplemente un trámite más.

Ahora bien, ¿por qué nos debería interesar la salud organizativa y el liderazgo del Partido Justicialista? Por razones importantísimas para el futuro del país, pero no desde la elección política o el gusto, si no desde la perspectiva de calidad democrática en un periodo de cambios drásticos en la Argentina. Primero y principal, el Partido Justicialista es la oposición al Gobierno. Nuevamente, no es que nos interese que ideología tenga, sino que sepa que, como oposición, tiene el rol critico de control, supervisión y propuesta de ideas que mejoren al país. Con los problemas que tenemos, este rol es imperante.

Segundo, porque el debate democrático solo sirve y enriquece cuando hay múltiples propuestas o soluciones a un problema. Si el país depende de la iniciativa del oficialismo, entonces no hace falta un Congreso. El Congreso, y el partido mayoritario de oposición, tienen el rol de contraste, de superación de ideas y de supervisión al ejecutivo. No desde el obstruccionismo, sino desde el plano de la estrategia, táctica y ejecución política. Para eso, la institucionalidad del partido político es necesaria. No hay ley superadora sin equipo técnico que la desarrolle. No hay formación de mejores cuadros políticos sin escuela de formación. No hay posibilidad de gobierno futuro sin liderazgos auténticos. Todo esto sería igual de aplicable al PRO si esta columna fuera escrita en el 2020.

A la Argentina le hace falta partidos políticos vibrantes, con solidez interna, con participación filial, con puertas abiertas, con nexos con la sociedad civil, con civismo, con alternativa. Aunque el Partido Justicialista parecería encarar un proceso limitado y carente de diagnóstico hacia su renovación, su renovación es necesaria. Este autor descree de la utilidad del liderazgo de la expresidenta en este cargo y durante este tiempo, pero si lo ejerce, su responsabilidad será importante, y también será imprescindible que acciones posteriores provengan desde el aprendizaje. Tropezarse cuatro veces con la misma piedra no es un simple error, es impericia.

 

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