inicia sesión o regístrate.
Existe en nuestra sociedad una gama de empobrecimientos que, hasta hoy, no merecen estadísticas que midan su magnitud, ni estudios que conozcamos sobre su repercusión en el desarrollo de una sociedad que, en lugar de evolucionar, parece sumirse en una decadencia cultural y en el quebranto de la convivencia que va degradándose en la vulgaridad y hasta la grosería.
Acontece un empobrecimiento no es otro que el raquitismo intelectual, el desdén por el razonamiento sereno y meditado, el menosprecio por un lenguaje, si no culto o instruido, al menos cortés y respetuoso. Es la mutación de un intercambio de ideas, de principios y de opinión, expresado con el buen uso del lenguaje, por una suerte de descarga explosiva de sentimientos desenfrenados, de brotes de furia sorpresiva o el desahogo de la humorada o del sarcasmo hiriente.
Una marejada de intemperancia y de trato abrupto, enojoso, insociable con el que se disiente, abandona la relación comprensiva y tolerante del ser humano que, en el intercambio de ideas y opiniones, confluye con el otro en una alternancia de opiniones diferentes, no necesariamente antagónicas, que se escuchan mutuamente, sin la pretensión de imponer la propia, y se ha convertido en una contienda, en la que cada uno pugna por imponerse sobre un adversario, ya no por la demostración de la verdad del propio criterio, sino por ser vencedor en un combate que ya no es de ideas, sino un enfrentamiento de adversarios hostiles, en el que se juega el rango, la posición social, la jerarquía personal que cada uno ha construido para su ególatra encumbramiento erigido por él mismo.
Numerosos amigos y parientes se distancian, a veces con un grado de exasperación, que en ocasiones concluye en la ira y el quebrantamiento definitivo del vínculo.
Y esta irrupción de la intransigencia, la exaltación de la egolatría y la vulgaridad, no sólo se ha propagado en número en el conjunto de la sociedad, sino que ha recibido acogida en círculos y funciones de jerarquía, en categorías intelectuales y de actividades del pensamiento y la reflexión, de ocupaciones encauzadas a conducir, a liderar, a orientar, a comunicar, con una irradiación y una penetración que no admite mejor calificativo que alarmante.
Se ha infiltrado en los claustros universitarios, ha ingresado en los recintos parlamentarios con manifestaciones de agresividad y chabacanería escandalosos. Y a quienes tenemos alguna participación y respeto por el periodismo, esa gran actividad anunciadora de los hechos, reveladora y denunciante de latrocinios, generadora de razonamientos y formadora de la opinión pública, no sólo nos asombra, nos insulta la proliferación de expresiones y formas de comunicación agraviantes en algunos medios, injuriosas y groseras, que han perdido no solamente la decencia, sino también la integridad de una ética en el mensaje aleccionador y formativo, de un periodismo que ha sido la matriz de una vinculación social tolerante y educada.
Ni que hablar de los recintos y aulas escolares, en los que, por cierto, no todos, pero sí muchos profesores, directores y asistentes, se presentan física y personalmente con una desprolijidad y una falta de esmero en su vestimenta y en su lenguaje, que ignoran y menosprecian que su misión es educar y que la educación parte del ejemplo. Pero ¿cómo no comprender estas deficiencias en los niveles inferiores, cuando desde los ministerios y secretarías educativas, se cuenta con funcionarios llegados en gran parte, en andas de una afinidad política?
Por cierto, y felizmente, esta decadencia, este empobrecimiento y retroceso cultural en el buen trato, el bien decir, la cortesía y el respeto mutuo, no ha inhabilitado ni entorpecido la tenacidad y la perseverancia de profesionales, maestros, políticos, intelectuales, periodistas y ciudadanos corrientes, que siguen manifestándose con el decoro y la tolerancia que parten de la propia autoestima y honran la consideración y el aprecio por su prójimo, aunque se hayan convertido en una minoría.
Pero a ese retroceso intelectual se ha agregado en las relaciones humanas de nuestra sociedad otra pobreza: una gran indigencia emocional, cuya mayor expresión es la indiferencia.
Ese desdén por el semejante, esa falta de consideración por la persona con la que nos relacionamos, ya sea en una coexistencia cercana, prolongada, o en ocasional relación de interés mutuo, es el primer paso hacia el desprecio, y elocuente signo revelador de un analfabetismo emocional que divide y corroe las relaciones humanas, impidiendo la cohesión de los seres humanos en vínculos que cimentan la amalgama de seres distintos, la conexión de diferentes, que se descubren entre sí desiguales pero no contrarios.
La indiferencia es una práctica viciosa en las relaciones humanas, que horada el terreno donde se cultiva el amor individual por el extraño y la armonía y la felicidad colectiva.
¿Quién no ha experimentado, alguna vez, una situación en la que ha convenido con alguien la realización de un trabajo, y al consultar cuándo podrá hacerlo, le contesta, por ejemplo, el próximo miércoles a las 9 horas, pero ni a las 9 ni a las 11, ni en ese día ni nunca más concurre, ni se disculpa, ni avisa, ni una llamada telefónica? Nada, ha desaparecido.
¿Quien no ha soportado alguna vez o a menudo, el trato descomedido cuando no grosero, por parte de un empleado de una oficina pública, o también de una dependencia o servicio privado, o haber recibido una respuesta negativa al progreso de un trámite, que no puede ni pretende ocultar la complacencia de asestarla sin compasión?
Los maltratos o al menos la insensibilidad hacia los extraños, se manifiestan y repiten en todos los ámbitos y oportunidades de la vida diaria. Como si ese extraño no fuera un ser digno de mi atención y mi cordialidad, simplemente porque no corresponde a mi círculo íntimo, al que pertenezco y al que él está desterrado de antemano.
Para apreciar la dimensión de esta deficiencia en la cortesía y el buen trato, y mensurar los perjuicios que deja como heridas en el cuerpo social, basta detenerse a reparar y ponderar aquellos encuentros sorpresivos, gestos bondadosos gratuitos, saludos inesperados, sonrisas de un extraño, que suelen presentarse imprevistos, quizá por ello sorprendentes, y que por ello nos impulsan a reflexionar sobre cuál sería la fortuna, cuánto el bienestar de convivir en una sociedad, en la que el analfabetismo emocional que desgasta y lastima la armonía en las relaciones humanas, fuera un caso aislado, casi desconocido.
Extraño
Recientemente tuve ocasión de recibir, por milésima vez, la sonrisa de un extraño, en esta oportunidad de una jovencita junto a la cual yo pasaba, ella sentada en el borde de una vidriera. Recibí esa sonrisa como el anuncio secreto de un afecto tan natural, tan espontáneo como sincero, que llegó a mí como un regalo, como una ofrenda gratuita de su alma. Retrocedí unos pasos para recitarle un aforismo que redacté hace años: "Siento una melodía en mi corazón cuando me sonríe un extraño".
Volvimos a sonreír ambos y me alejé, con la convicción de que debía afirmar el compromiso personal, de proclamar la reivindicación de un enriquecimiento de la amplitud y madurez mental y emocional, en procura del amor hacia el ser humano ajeno y a la armonía colectiva. Esta nota quiere ser un ensayo en esa dirección.