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El verdadero aprendizaje no puede ocurrir si no hay una conexión auténtica. Y esa conexión, esa presencia genuina, es imposible sin bienestar.
En estos tiempos donde las aulas demandan más que contenidos, donde enseñar es también acompañar, sostener, escuchar y crear lazos, cuidar la salud emocional de quienes educan no es un gesto opcional. Es una necesidad y un derecho. Porque el bienestar emocional de los docentes impacta directamente en la calidad educativa. No solo porque un docente agotado difícilmente pueda motivar, sino porque su equilibrio emocional influye en el clima del aula y en los vínculos que construye. Paulo Freire sostuvo que "enseñar exige comprender que la educación es una forma de intervención en el mundo."Al fin y al cabo, educar es un acto de valentía y también de ternura, y para intervenir en el mundo con ética, compromiso y afecto, el docente necesita sostén, escucha y reconocimiento.
La transformación de la educación solo será posible si, en primer lugar, nos comprometemos a cuidar a quienes la hacen posible. No pensemos al educador como un mero transmisor de contenidos, reconozcamos su rol como un sujeto histórico, situado, ético, alguien que siente, sueña, duda e interviene.En este sentido, su bienestar emocional trasciende lo individual; se convierte en un imperativo pedagógico y político. Es hora de ver al docente con otros ojos: no como un simple engranaje, sino como un sujeto ético, sensible y transformador, alguien que necesita ser cuidado.
Enseñar y aprender nunca ocurre en el vacío: siempre está mediado por el mundo. ¿Qué ocurre cuando ese mundo se vuelve hostil, deshumanizante, indiferente? Hoy, muchos docentes enseñan resistiendo. Y resistir sin contención agota. Existen factores que desgastan emocionalmente: la sobrecarga de trabajo, la falta de apoyo institucional, el aislamiento profesional y la presión por cumplir. Sin embargo, cuando el educador se siente reconocido, acompañado, emocionalmente disponible, enseñar vuelve a ser un acto vital, una posibilidad de esperanza.
Pensemos en los docentes en formación. Prepararlos con habilidades socioemocionales, darles espacios de autocuidado, acompañamiento psicológico, reducir sus cargas administrativas y ofrecerles un reconocimiento genuino no son lujos, sino condiciones mínimas para que su vocación de enseñar perdure.
En la actualidad, la sociedad y la escuela promueven el desarrollo de competencias emocionales individuales: autoconsciencia, regulación, resiliencia, todo esto apoyado desde la ciencia para sostener su legitimidad. Sin embargo, en contextos de recursos limitados, aulas saturadas y demandas crecientes, la expectativa de gestionar emociones muchas veces no es fácil de sostener. Hay costos invisibles para sostener emocionalmente el aula o una institución en soledad. No toda emoción es espontánea, no todo gesto de ternura nace, y no toda escucha es posible cuando las condiciones institucionales son hostiles, cuando el malestar docente se intensifica o cuando el cuerpo y la mente no dan más.
En sociedades marcadas por la incertidumbre, la fragilidad institucional y el deterioro del lazo social, se espera que la escuela compense, abrace, contenga, sostenga. Y dentro de esa escuela, que el docente sea el garante de todo eso.
¿Qué prácticas y principios podemos co-crear para una pedagogía afectiva que reconozca y valide a los educadores como sujetos de cuidado? Comencemos por instalar la pedagogía del diálogo y la escucha. Quizás el primer paso sea habilitar la pregunta, desnaturalizar los mandatos, interrogar los discursos, nombrar los malestares. La docencia es una tarea profundamente afectiva, el vínculo con estudiantes, familias y colegas implica un involucramiento emocional genuino. Pero también hay emociones incómodas que forman parte del día a día: cansancio, frustración, enojo, angustia. Emociones legítimas, que pocas veces encuentran lugar. Nombrar el malestar es reconocer que no se trata solo de un problema personal, sino también estructural. Es empezar a imaginar nuevas formas de estar en la escuela.
Construir colectivamente una pedagogía afectiva supone pensar propuestas pedagógicas que promuevan el cuidado.Y, sobre todo, que devuelvan a los equipos docentes el derecho a sentir sin culpa, a nombrar lo que duele, a no poder siempre, a pedir sostén. Porque un docente emocionalmente cuidado puede generar un aula donde los estudiantes se sientan seguros para aprender, equivocarse y crecer.
La verdadera pedagogía del afecto se demuestra en la práctica: cuando enseñamos y aprendemos con dignidad y humanidad. Cuidar al que enseña es, entonces, una forma de sostener la esperanza.
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