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21 de Mayo,  Salta, Centro, Argentina
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Los unos y los otros

Martes, 24 de marzo de 2015 00:30
Hoy se cumplen 39 años de aquel espantoso día. Salta estaba intervenida. En 1974 habían destituido a Miguel Ragone, reemplazado por un interventor federal; varios jueces ya habíamos sido separados del cargo. Así que cuando vino el golpe se dio por concluida la intervención federal y un militar se hizo cargo del Poder Ejecutivo; la Justicia que quedó, toda completa, juró por el Estatuto de la Revolución.
Quiero referirme a los comportamientos humanos de aquellos días, cuando las vilezas y las solidaridades se sintieron fuertemente.
Recuerdo esa madrugada, cuando tocaron el timbre de mi departamento y a través del portero eléctrico me informaron: "Requisa, doctora; es por la desaparición del doctor Ragone". Me sorprendió.
Al abrir la puerta me encontré, en la escalera de acceso a mi departamento, a varios policías con armas largas, que entraron apresurados. "Vístase. Se viene con nosotros", me ordenaron. Yo estaba en camisón, sola en mi departamento, con mis tres pequeñas hijas. Recuerdo que alcancé a ponerme un pulóver, una falda y zapatos. Me dejaron llamar a mi madre que estaba en una clínica en el centro cuidando a mi abuela que estaba internada. Demoró diez minutos. En ese rato, un policía le señaló al que dirigía: "Mire estos libros". Eran de Derecho laboral; al uniformado le parecieron subversivos. "Déjelos allí; solo vinimos a detenerla a ella", respondió el jefe.
Pregunté a un policía: "¿Qué pasa?" Me respondió: "Es el golpe".
Abracé a mis hijas; y a la mayor le puse todo el dinero que tenía dentro de su pañal, y le murmuré: "Dáselo a la abuela". Bajamos y me subieron a un automóvil.
Cuando me vendaron los ojos comprendí la gravedad de la situación. Pensé que no volvería nunca.
Es de hacer notar que yo ejercía la abogacía como apoderada de gremios, entre los cuales estaban los mercantiles, los obreros del tabaco, los obreros del Ingenio San Isidro, y había participado de alguna que otra discusión de convenios colectivos, por ejemplo de UTA.
Me llevaron a los galpones del ejército; me di cuenta porque ese recorrido lo hacía para ir a ver a mi madre que vivía en Ciudad del Milagro.
Cuando me bajaron, aún con los ojos vendados, reconocí la voz de varios colegas. Fuimos llevados a un galpón y, sentados en el suelo, hombres y mujeres, permanecimos varios días, siempre con los ojos vendados. Nos custodiaban soldados y eran ellos los que nos llevaban al baño cuando necesitábamos. Así, uno de ellos me dijo: "Esto le pasa por no callarse". Luego nos llevaron a la cárcel, en la caja de una camioneta.
Al día siguiente el Colegio de Abogados de Salta emitió un comunicado saludando a los golpistas. Caso inédito y que significó luego que varios de los integrantes de dicha comisión directiva fueran designados jueces. De todo esto me anoticié una vez que fui dejada en libertad. Lo que pasamos en la cárcel ya lo conté en el juicio por la desaparición de Miguel Ragone, pero fue espantoso.
Sentir cómo se humillaba a los detenidos, cómo les sumergían la cabeza en tachos de agua para que declararan en contra de quienes estaban allí, escuchando, mientras les preguntaban sobre nuestras actividades. Esto me sucedió con el querido doctor Mario Falco. Nos humillaron a todos. Cuando me sacaron para los simulacros de fusilamiento, supe lo que es la sensación verdadera de miedo.
A las presas que estábamos en la cárcel de varones, en celdas de aislamiento y custodiadas por mujeres, no nos dejaban ni hablar. Hubo un hombre, un preso común, que limpiaba las celdas, que un día junto con el estropajo hizo deslizar un pequeño lápiz y un pequeño papel en el que decía su nombre y si quería enviar un mensaje. No lo pensé y le envié un mensaje a mi madre avisando dónde estaba.
Luego me enteraría de que los familiares recorrían la policía provincial la Federal, el Ejército, Gendarmería y en todos los lados les daban información falsa. Les decían que ya nos habían llevado a Buenos Aires.
Nos visitaron un día unos médicos, varios, en grupo, y en la celda de cada uno nos decían: "Están bien tratados, comen bien".
Creo que ninguno respondió. Yo no lo hice. Simplemente los miré. Uno de esos médicos es de Salta y tuvo la amabilidad de avisarle a mi madre dónde estaba.
Algunos tuvimos la suerte de ser dejados en libertad, generalmente en grupos, luego de escuchar a un mayor del Ejército que nos arengaba.
Así, una noche me nombraron; junto a otros nos formaron en un pasillo en la cárcel y nos dijeron que nos íbamos. Ninguno se movió, pensamos que en el canal nos dispararían. Nos llevaron en furgones a la central de policía y allí recién quisimos salir. Uno de los detenidos, de apellido Rueda, cuya familia iba todas las noches a la plaza de enfrente de la Policía, me subió a su auto y me llevó a donde yo pensaba que estaban mis hijas. Efectivamente, allí estaban. Me las llevé a mi departamento, donde encontré varias cajas y cajones con mis cosas ya embaladas. Alguien pensó que yo no regresaría más y no hizo nada para que regresara, sino que se apresuró a tratar de sacar mis cosas.
Lo que sucedió después, los que se cruzaban de vereda para no comprometerse, los que fueron a la esquina de mi estudio a ver qué había quedado después de la bomba, pero no se acercaron, no vale la pena acordarse, porque también tendrían miedo.
Los que gentilmente me llevaron libros a Bolivia donde me exilié, los que me ayudaron a salir del país, los que traían a Salta cartas, fotos y regalos enviados por mí para mis hijas. Los que en Bolivia me auxiliaron; los padres jesuitas, que tenían un colegio a 12 kilómetros de Cochabamba, el cura Miguel, y tantos amigos bolivianos a los que hasta ahora les agradezco infinitamente".
Por eso me interesa el ser humano; porque hay a quienes les interesa el otro, los solidarios, los idealistas, los trabajadores, los que piensan en un futuro mejor. Allí estaré, con mis recuerdos, pero sobre todo con mis sueños y esperanzas. Cada 24 me acuerdo de todo eso y me alegro de estar viva, de poder seguir adelante, con proyectos y con sueños.
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Hoy se cumplen 39 años de aquel espantoso día. Salta estaba intervenida. En 1974 habían destituido a Miguel Ragone, reemplazado por un interventor federal; varios jueces ya habíamos sido separados del cargo. Así que cuando vino el golpe se dio por concluida la intervención federal y un militar se hizo cargo del Poder Ejecutivo; la Justicia que quedó, toda completa, juró por el Estatuto de la Revolución.
Quiero referirme a los comportamientos humanos de aquellos días, cuando las vilezas y las solidaridades se sintieron fuertemente.
Recuerdo esa madrugada, cuando tocaron el timbre de mi departamento y a través del portero eléctrico me informaron: "Requisa, doctora; es por la desaparición del doctor Ragone". Me sorprendió.
Al abrir la puerta me encontré, en la escalera de acceso a mi departamento, a varios policías con armas largas, que entraron apresurados. "Vístase. Se viene con nosotros", me ordenaron. Yo estaba en camisón, sola en mi departamento, con mis tres pequeñas hijas. Recuerdo que alcancé a ponerme un pulóver, una falda y zapatos. Me dejaron llamar a mi madre que estaba en una clínica en el centro cuidando a mi abuela que estaba internada. Demoró diez minutos. En ese rato, un policía le señaló al que dirigía: "Mire estos libros". Eran de Derecho laboral; al uniformado le parecieron subversivos. "Déjelos allí; solo vinimos a detenerla a ella", respondió el jefe.
Pregunté a un policía: "¿Qué pasa?" Me respondió: "Es el golpe".
Abracé a mis hijas; y a la mayor le puse todo el dinero que tenía dentro de su pañal, y le murmuré: "Dáselo a la abuela". Bajamos y me subieron a un automóvil.
Cuando me vendaron los ojos comprendí la gravedad de la situación. Pensé que no volvería nunca.
Es de hacer notar que yo ejercía la abogacía como apoderada de gremios, entre los cuales estaban los mercantiles, los obreros del tabaco, los obreros del Ingenio San Isidro, y había participado de alguna que otra discusión de convenios colectivos, por ejemplo de UTA.
Me llevaron a los galpones del ejército; me di cuenta porque ese recorrido lo hacía para ir a ver a mi madre que vivía en Ciudad del Milagro.
Cuando me bajaron, aún con los ojos vendados, reconocí la voz de varios colegas. Fuimos llevados a un galpón y, sentados en el suelo, hombres y mujeres, permanecimos varios días, siempre con los ojos vendados. Nos custodiaban soldados y eran ellos los que nos llevaban al baño cuando necesitábamos. Así, uno de ellos me dijo: "Esto le pasa por no callarse". Luego nos llevaron a la cárcel, en la caja de una camioneta.
Al día siguiente el Colegio de Abogados de Salta emitió un comunicado saludando a los golpistas. Caso inédito y que significó luego que varios de los integrantes de dicha comisión directiva fueran designados jueces. De todo esto me anoticié una vez que fui dejada en libertad. Lo que pasamos en la cárcel ya lo conté en el juicio por la desaparición de Miguel Ragone, pero fue espantoso.
Sentir cómo se humillaba a los detenidos, cómo les sumergían la cabeza en tachos de agua para que declararan en contra de quienes estaban allí, escuchando, mientras les preguntaban sobre nuestras actividades. Esto me sucedió con el querido doctor Mario Falco. Nos humillaron a todos. Cuando me sacaron para los simulacros de fusilamiento, supe lo que es la sensación verdadera de miedo.
A las presas que estábamos en la cárcel de varones, en celdas de aislamiento y custodiadas por mujeres, no nos dejaban ni hablar. Hubo un hombre, un preso común, que limpiaba las celdas, que un día junto con el estropajo hizo deslizar un pequeño lápiz y un pequeño papel en el que decía su nombre y si quería enviar un mensaje. No lo pensé y le envié un mensaje a mi madre avisando dónde estaba.
Luego me enteraría de que los familiares recorrían la policía provincial la Federal, el Ejército, Gendarmería y en todos los lados les daban información falsa. Les decían que ya nos habían llevado a Buenos Aires.
Nos visitaron un día unos médicos, varios, en grupo, y en la celda de cada uno nos decían: "Están bien tratados, comen bien".
Creo que ninguno respondió. Yo no lo hice. Simplemente los miré. Uno de esos médicos es de Salta y tuvo la amabilidad de avisarle a mi madre dónde estaba.
Algunos tuvimos la suerte de ser dejados en libertad, generalmente en grupos, luego de escuchar a un mayor del Ejército que nos arengaba.
Así, una noche me nombraron; junto a otros nos formaron en un pasillo en la cárcel y nos dijeron que nos íbamos. Ninguno se movió, pensamos que en el canal nos dispararían. Nos llevaron en furgones a la central de policía y allí recién quisimos salir. Uno de los detenidos, de apellido Rueda, cuya familia iba todas las noches a la plaza de enfrente de la Policía, me subió a su auto y me llevó a donde yo pensaba que estaban mis hijas. Efectivamente, allí estaban. Me las llevé a mi departamento, donde encontré varias cajas y cajones con mis cosas ya embaladas. Alguien pensó que yo no regresaría más y no hizo nada para que regresara, sino que se apresuró a tratar de sacar mis cosas.
Lo que sucedió después, los que se cruzaban de vereda para no comprometerse, los que fueron a la esquina de mi estudio a ver qué había quedado después de la bomba, pero no se acercaron, no vale la pena acordarse, porque también tendrían miedo.
Los que gentilmente me llevaron libros a Bolivia donde me exilié, los que me ayudaron a salir del país, los que traían a Salta cartas, fotos y regalos enviados por mí para mis hijas. Los que en Bolivia me auxiliaron; los padres jesuitas, que tenían un colegio a 12 kilómetros de Cochabamba, el cura Miguel, y tantos amigos bolivianos a los que hasta ahora les agradezco infinitamente".
Por eso me interesa el ser humano; porque hay a quienes les interesa el otro, los solidarios, los idealistas, los trabajadores, los que piensan en un futuro mejor. Allí estaré, con mis recuerdos, pero sobre todo con mis sueños y esperanzas. Cada 24 me acuerdo de todo eso y me alegro de estar viva, de poder seguir adelante, con proyectos y con sueños.
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