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Viejos sones de América: la música culta

Sabado, 18 de noviembre de 2017 00:00

Un compositor de música en los tiempos del Virreinato dedicaba todos sus esfuerzos en su trabajo a la "música para bailar", la música en función de diversión social, sin embargo, algunos lograban reservar un pequeño espacio a la mucho más selecta "música para oír", la suficientemente buena como para merecer atención por sí misma. No obstante que esta última solía ser un mero apéndice de la primera, ya que los conciertos eran raros, los compositores e intérpretes se las arreglaban para introducir algunas piezas de elaborada factura.

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Un compositor de música en los tiempos del Virreinato dedicaba todos sus esfuerzos en su trabajo a la "música para bailar", la música en función de diversión social, sin embargo, algunos lograban reservar un pequeño espacio a la mucho más selecta "música para oír", la suficientemente buena como para merecer atención por sí misma. No obstante que esta última solía ser un mero apéndice de la primera, ya que los conciertos eran raros, los compositores e intérpretes se las arreglaban para introducir algunas piezas de elaborada factura.

Como era de esperarse, los primeros instrumentistas llegaron del Viejo Mundo. Un cronista, Bernal Jiménez, se admiraba de "la cantidad y la exquisita calidad" de la música que se oía en el Virreinato de la Nueva España. En 1604, en la imprenta de México se editó una colección de partituras, el más antiguo documento musical de América.

La música tenía su lugar de expresión en iglesias y conventos, pero esencialmente en la tertulia ilustrada, en la que brillaron los hombres que construyeron el pensamiento independista, ideal al que también ofrecieron su brazo diestro para consumar la emancipación americana.

En esos encuentros a veces se leía en alta voz alguna noticia política de repercusión, sobre todo en el período del auge del movimiento revolucionario. Allí se alternaba, se oía música y se consumían las vituallas que manos generosas habían preparado para placer de la selecta concurrencia.

Las creaciones locales

A imitación del famoso salón francés de Madame de Sta‰l, en las ciudades americanas, se reprodujeron estos espacios de discusión político filosófica - jurídica, a la par que se desgranaban en el clave, las notas de compositores tanto europeos como americanos.

A principios del siglo XVIII sonaban en México los nombres de Moratiela, autor de hermosos villancicos, Antonio Rodel y Antonio Sarrier, compositores de oberturas que al decir de Jiménez "podrían haber sido escritas por Mozart, Haydn o Scarlatti".

También se deben a su inspiración sonatas, suites y fugas. A fines de siglo, en 1789, nació Mariano Elizaga, un niño prodigio que habría de ser famoso pianista, organista y autor de trozos célebres.

Guatemala, por su parte, fue todo un centro musical. En las primeras décadas del siglo XVII se podían hallar virtuosos en toda clase de instrumentos: fagotes, flautas, bajones, sacabuches, cornetas, órganos. También se los fabricaba, y con maestría, utilizando en algunos casos, juncos ingeniosamente ensamblados.

La vida musical del Perú sufrió durante el siglo XVIII una fuerte influencia italiana, a causa de la presencia del violinista Roque Cheruti, director de la orquesta de Palacio. Un siglo antes había florecido la enseñanza de la música en verdaderos conservatorios instalados en orillas del lago Titicaca. Por otra parte, las iglesias con sus cánticos acompañados por el órgano, dieron lugar a una actividad constante en el Virreinato. Para los servicios y fiestas religiosas en las sierras se recurría a las trompetas, hechas con conchas, y al arpa.

Desde temprano, los compositores profesionales se inspiraron para sus obras en la letra de las canciones indígenas. Así ocurrió que el nostálgico yaraví, que era cantado por el aborigen cordillerano con acompañamiento de quena (hecha con maderas especiales de la zona andina o arcilla), se encontró transfigurado en composiciones cultas que matizaban las fiestas en los lujosos salones.

Existía un centro importante en pleno mar antillano: La Habana. Al finalizar el siglo XVIII ya eran conocidas y apreciadas las obras de Haydn, Pergolesi y Paisiello. Y antes de la primera mitad del siglo XIX, Cuba podía enorgullecerse de contar con un sinfonista de los quilates de Manuel Saumell Robredo, especializado en las contradanzas y en la adaptación de óperas y de canciones.

Pero el músico más célebre de la Colonia vivió en Nueva Granada. Su nombre era Juan de Herrera y Chumacera y en Bogotá se lo llamaba "Padre de la Música".

En cuanto al Brasil, entre la colonia portuguesa se destacó en el siglo XVII un notable compositor, discípulo de los jesuitas que también era hábil latinista: José Nunes García, autor de un famoso "Réquiem". Su prestigio era tanto que se lo colocaba sin titubear entre los grandes músicos de la época. Su producción fue importante: dejó 110 partituras. Además de compositor y ejecutante eximio (sobresalía en la viola y el clave) se destacó como autor dramático. Formó un círculo de discípulos compositores, cantantes e instrumentistas- que adquirieron nombradía propia y se incorporaron más tarde al cuerpo estable de la Capilla Real.

La Chiquitania

En las selvas del Oriente boliviano, en el país de los chiquitanos, Martín Schmid, sacerdote jesuita, comenzó a hacer realidad su sueño de "salvar las almas abandonadas de los indios". Como en las reducciones guaraníes, la música fue fundamental para que reinara la armonía entre los clérigos y los aborígenes. En lugar de espadas y arcabuces, estos "cazadores de almas", llegaban pertrechados con violines y cítaras. Toda una bendición.

Schmid fue misionero, músico y luthier: violines, violas y violoncelos, flautas, oboes y chirimías, arpas, clavicordios y salterios, el taller de Schmid en San Javier se transformó en el arsenal musical de la Chiquitanía, la factoría sonora de esos sueños barrocos que irían transmitiéndose de generación en generación, como notas musicales de una sinfonía interminable.

Los misioneros no pudieron imaginar la manera en que los pueblos chiquitanos se apropiarían de aquellos instrumentos y de la música que se traía de Europa, incorporándolos y adaptándolos a su propia cultura.

La Chiquitanía es una de las regiones más melómanas del mundo, donde la música barroca sigue tan viva y actual como en el siglo XVIII, matizada y coloreada de sabor local por unas comunidades cuya idiosincrasia concilia de manera admirable lo tradicional y lo moderno, lo artístico y lo práctico, el español y la lengua aborigen. 

La música que surgió en la selva entre heliconias y tajibos es música manuscrita, música espiritual. El cruce entre la cultura europea y la de los pueblos americanos permitió formas originales y expresivas.

En el Alto Perú, destaca el clasicismo de Pedro Ximénez de Abril Tirado, que compuso misas, sinfonías, conciertos para violín, cuartetos, yaravíes y minués, como piezas para voz y piano, violonchelo, guitarra y orquesta, entre otros. 

Trabajó a principios del siglo XIX en la Catedral de Lima, y más tarde en la de Santiago de Chile y en la de Sucre. Fue maestro de capilla en la Catedral de Arequipa, en la de Sucre y en la Santa Iglesia Metropolitana de Charcas. Se desempeñó como catedrático de música de los colegios de Junín y de educandas en la misma ciudad. En París, en 1844, las casas editoriales Parent y S. Richault publicaron su colección de 100 minués para guitarra.

El arte musical en tierras altoperuanas tiene una representante mujer: Modesta Cesárea Sanginés Uriarte, escritora, periodista, pianista y compositora, además de reconocida filántropa. Formó parte de la Sociedad de Beneficencia y construyó con su propio dinero una sala del hospital Loayza en La Paz. Su trabajo musical fue destacado, creó más de 50 composiciones entre mazurcas, valses y villancicos. Publicó siete de sus obras musicales en París y organizó en su propia casa veladas para recaudar fondos para los heridos y prisioneros de la Guerra del Pacífico. La mazurca “El Alto de la Alianza” y la polka “La Alianza” muestran la preocupación de la compositora por el conflicto bélico.

El tarijeño Rosendo Estenssoro Dávalos fue compositor, intérprete de piano y eximio violonchelista. Es autor del vals “Tarija” compuesto en esa ciudad y publicado en Buenos Aires. Había recibido en su adolescencia clases de formación musical junto a su hermano Manuel, del maestro Juan Di Fiori radicado en Santiago de Chile. Los hermanos fundaron la Sociedad Filarmónica Tarija. Rosendo Estenssoro Dávalos era de profesión licenciado en derecho, gestor y fundador de la Universidad Juan Misael Caracho, fue primer contador del Banco Central de Bolivia y administrador del Tesoro Departamental.

En nuestras provincias 

En el Río de la Plata hubo también músicos notables, y durante el siglo XVIII se desarrolló una actividad ininterrumpida. En ella no tomaban parte solo los europeos o sus descendientes criollos. En 1760, para celebrar la coronación de Carlos III, los guaraníes de las reducciones jesuíticas representaron varias óperas, con numerosos cantantes indígenas en escena. Arpa y espineta proveían el fondo instrumental. Fue un éxito rotundo.

Otro centro musical de renombre fue Yapeyú, la cuna del Libertador José de San Martín, en la actual provincia de Corrientes. Se hacía música con órgano, espineta, clavicordio, violas, cornetas, flautas, fagotes, pífanos, trompas marinas (instrumento de una sola cuerda muy gruesa, que se tocaba con arco), y los habitantes danzaban ocasionalmente al compás de algunas composiciones musicales “cultas”.

En el resto del Virreinato esta música contaba con numerosos adeptos que acostumbraban reunirse en los salones de la aristocracia y de la rica burguesía. El clave era allí de rigor, y en él se interpretaban los temas en boga. Uno de los más exitosos fue, en el siglo XVIII, Doménico Zípoli, italiano radicado en Córdoba. Fue alumno de Alessandro Scarlatti, ingresó a la orden los jesuitas y se destacó como organista en la Chiesa del Gesú. Inició su noviciado en Sevilla. Pasó a la provincia jesuítica del Paraguay y posteriormente completó sus estudios de filosofía y teología en Córdoba. Es el compositor europeo más famoso que haya compuesto su obra en el período colonial, contribuyó poderosamente con sus composiciones en el desarrollo musical de las misiones jesuíticas en el continente a través de una densa obra de misas, salmos, himnos, cantatas, sonatas, gavotas y pastorales. Algunos críticos se animan a equiparar su virtuosismo con el de Manuel de Falla. Su influencia se hizo notar en todo el Virreinato.

Diversos espacios fueron los que acogieron a intérpretes tanto europeos como americanos, en su necesidad de transmitir una de las expresiones que más impresiona al espíritu, la música. Unas veces alegre, otras nostálgica, religiosa o profana, siempre refleja y exalta la sensibilidad de los protagonistas de un tiempo que amerita nuestro recuerdo y nos compromete a su interpretación y conservación para beneficio del acervo cultural americano.

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