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La democracia en cuestión

Miércoles, 25 de abril de 2018 00:00

Cuando en 1989 caía el muro de Berlín y Francis Fukuyama publicaba su libro "El fin de la historia", un sonoro consenso internacional proclamaba que el desvanecimiento de la utopía comunista abría el camino a una combinación virtuosa entre la democracia liberal y la economía de mercado, que signaría inexorablemente un futuro venturoso para la Humanidad.

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Cuando en 1989 caía el muro de Berlín y Francis Fukuyama publicaba su libro "El fin de la historia", un sonoro consenso internacional proclamaba que el desvanecimiento de la utopía comunista abría el camino a una combinación virtuosa entre la democracia liberal y la economía de mercado, que signaría inexorablemente un futuro venturoso para la Humanidad.

Treinta años después, todo indica que aquella visión pertenece al desván de los recuerdos y los intelectuales occidentales, al igual que sus colegas comunistas de antaño, lloran el fin de otra utopía, cuya duración resultó históricamente mucho más breve que la anterior.

Tres actores

Toda enumeración sobre las tres personalidades políticamente más relevantes de la escena política mundial colocaría en ese lugar al mandatario estadounidense, Donald Trump, y a sus colegas de China, Xi Jinping, y de Rusia, Vladimir Putin. Ninguno de los tres responde a aquel paradigma ahora abandonado. Y el análisis del efecto acumulativo de la reforma constitucional que habilita la re -reelección de Xi Jinping en China, la reelección de Putin en Rusia y el huracán desatado por el ascenso de Trump en Estados Unidos permite graficar la dimensión de este nuevo giro histórico.

El problema es que la mayoría de los analistas occidentales tienden a visualizar este fenómeno como una anomalía o un retroceso y se resisten a considerarlo como un hecho disruptivo que instaura un nuevo paradigma que requiere una interpretación acorde con su trascendencia y no una condena moral situada en la esfera del lamento o de la diatriba, incapaz de explicar su aparición y menos aún su permanencia.

Tres naciones

En China, más allá de cualquier consideración ideológica sobre la naturaleza intrínsecamente autoritaria de su sistema de gobierno y de toda valoración ética sobre la violación de los derechos humanos, resulta difícil imaginar que un régimen político que en apenas cuarenta años logró multiplicar 75 veces su producto bruto interno, rescatar de la pobreza a centenares millones de personas y erigir a un país subdesarrollado en la segunda potencia económica mundial no tenga el apoyo mayoritario de su población.

En Rusia, tampoco es demasiado complicado entender las causas del respaldo popular que cosecha un liderazgo político que, al margen de su carácter represivo, rescató a su país de la humillación ocasionada por la derrota en la guerra fría, la crisis de gobernabilidad desatada por la desintegración de la Unión Soviética y la consiguiente degradación del status de superpotencia a la de nación de segunda categoría, devolviendo a su pueblo el orgullo perdido.

En Estados Unidos, con independencia de las oleadas de repudio que reciben todas y cada una de las medidas, gestos o declaraciones presidenciales, hasta los máximos detractores del primer mandatario le reconocen su habilidad para capitalizar políticamente el descenso del nivel de vida y la sensación de dramático desamparo experimentados por la inmensa mayoría de los trabajadores norteamericanos ante los efectos negativos causados en las últimas décadas por la migración de sus fábricas hacia México, China y los demás países asiáticos.

¿Esfera o poliedro?

Detrás de este fenómeno hay una causa estructural que asomó a la superficie a partir de la crisis internacional de 2008. La dinámica desatada por la irrupción de una economía cada vez más globalizada entra en contradicción con la subsistencia de sistemas políticos de carácter básicamente nacional, cuyo vértice institucional es la estructura del Estado - Nación. La economía corre más rápido que la política y los gobiernos están cada vez en peores condiciones para enfrentar problemas que escapan a su capacidad de resolución.

Esta desventaja acorrala a la mayoría de los sistemas políticos, muchas veces impotentes para dar respuestas rápidas y efectivas a los desafíos planteados por esa economía transnacionalizada, cuyo funcionamiento está regido por la noción de la instantaneidad. Sólo los gobiernos fuertes parecen haber quedado en condiciones de intentar corregir ese retraso.

Trump, Xi Jinping y Putin expresan, cada uno a su manera, una respuesta política de sus respectivos estados nacionales, que por su dimensión territorial y demográfica en estos tres casos pertenecen a la categoría de "estados continentales", a esos acuciantes desafíos planteados por la globalización económica.

Eric X. Li, un prestigioso consultor empresario y académico chino residente en Shangai, sostiene con enorme lucidez que la singularidad del sistema político chino le permite enfrentar a dichos desafíos mucho mejor que las debilitadas democracias occidentales.

Trump escandaliza a sus críticos cuando afirma que, a diferencia de Barack Obama, su misión es ser el "representante de Estados Unidos en el mundo y no el representante del mundo en Estados Unidos".

Esta exigencia de fortaleza que esta nueva realidad mundial impone a todos los sistemas políticos tiene en vilo a Europa Occidental, cuyos débiles regímenes parlamentarios parecen impotentes para cumplir con ese requisito porque la legitimidad de origen, que acompaña el surgimiento de sus gobiernos, no está continuada por una legitimidad de ejercicio que les permita satisfacer las demandas de sus pueblos.

De otro modo, este mismo fenómeno también quedó patentizada en la crisis del mundo árabe: la desintegración experimentada en Irak tras el derrocamiento de Saddam Hussein o en Libia con la caída de Muammar Gaddafi, así como la sangrienta guerra civil en Siria tras los levantamientos contra Bashar al Assad, contrastan con la solidez exhibida por las monarquías petroleras del Golfo Pérsico, lideradas por Arabia Saudita.

La experiencia histórica indica que los sistemas políticos no surgen de los libros sino de la realidad específica de cada cultura. En ese sentido, el análisis de la realidad política contemporánea le otorga toda la razón al Papa Francisco cuando sostiene que el mundo globalizado no puede asimilarse a la imagen de una esfera con una superficie absolutamente plana y carente de rugosidades, sino más bien a un poliedro donde cada punto presenta sus particularidades topográficas.

Tal vez ese contraste entre una visión "esférica" y una concepción "poliédrica" ayude a entender mejor lo que sucede en el mundo de hoy, que exige perentoriamente salir de los antiguos manuales para repensar y recrear las formas y los contenidos de la democracia.

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