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Pescaron un “dorado”, pero en tierra firme

“Justo es que pierda lo suyo quien roba lo tuyo”.
Sabado, 01 de septiembre de 2018 19:21

Desde siempre, las mejores voceras de las cosas que pasan en cualquier vecindad son las mujeres. El almacén, la verdulerías y otros lugares son escenarios propicios para las comidillas, las tertulias y, por qué no, para los mordaces comentarios. Sabido es, también, que la información de primera mano no siempre no siempre goza de los principios de veracidad y autenticidad. Algo de esto pasó en el quiosco de un barrio de Rosario de la Frontera, donde una vecina hizo el siguiente comentario:
-Parece que engancharon nomás al dorado.
-¿No me diga? ¿Era el mismo que estaban buscando los pescadores?, interrogó la dueña del negocio.
Todo quedó ahí, como quien dice, porque la informante se tuvo que retirar con el argumento de que había dejado la cacerola en el fuego. 
-¡Uy, se me quema el guiso...!, exclamó y con la velocidad del rayo regresó a su domicilio.
El caso fue que las oyentes se quedaron con la incógnita. Todas pensaron que algún afortunado pescador, finalmente, había enganchado a un majestuoso dorado avistado en un río de la zona y que según los comentarios era un “bicho” enorme que había cortado las líneas de más de un anzuelo. 
Sin embargo, con el correr de las horas las cosas se aclararon. El enganchado no era el pez emblemático de Argentina, conocido como el “tigre de los ríos”, y al que todos sueñan con pescar. El que mordió el anzuelo había sido un ladronzuelo apodado “Dorado”, al que las benévolas leyes siempre lo beneficiaban con la libertad condicional. Todas las veces que lo detenían por apoderarse de lo ajeno el maleante entraba por una puerta de la comisaría y en seguida salía por la otra.
En esta ocasión el muchacho se había pasado de la raya y el juez de la causa aprovechó la coyuntura para expresarle con su sentencia: “Hasta aquí llegamos”. Pasó que el “Dorado” habitante de tierra firme se apoderó de la bicicleta que un peón rural había dejado en la puerta de un almacén, adonde ingresó para comprar las provisiones de la semana. Desesperado buscó por todos lados el vehículo, pero no lo encontró. Por ese motivo tuvo que cargar al hombro las bolsas de mercadería y caminar los diez kilómetros para regresar a su rancho.
Una semana después, el hombrecito volvió al pueblo con la esperanza de recuperar el único medio que tenía para ir al trabajo, para llevar sus hijos a la escuela y para hacer las compras. Luego de deambular varias horas, de un lado a otro, los ojos se le iluminaron cuando reconoció su bicicleta en la puerta de un bar donde varios parroquianos bebían copiosamente. No dudó un instante y sin más trámite decidió recuperarla.
“Che, ladrón (sic), ¿qué hacés con mi bici?”, le gritó alguien que salió ofuscado del bar y con signos evidentes de estar pasado de copas. Era Julio M., alias “Dorado”. El damnificado le respondió que la bicicleta era suya y que se la llevaría a como dé lugar. “Dorado” procedió como todo ladrón que cuando roba algo siente que el objeto del se apoderó le pertenece, que es el legítimo dueño y lo defiende con uñas y dientes. Irritado, increpó al hombre y lo amenazó con molerlo a golpes. 
Según estudios científicos, los ladrones compulsivos sufren un trastorno del control de los impulsos y esto explica por qué el sujeto reaccionó de manera violenta. Por el hurto de la bicicleta, quizá, el ladrón hubiera zafado una vez más de la cárcel, pero lo perjudicó el hecho de haber amenazado de muerte al propietario de la bicicleta. Cuando el caso llegó a juicio, el juez lo condenó a 6 meses de prisión de cumplimiento efectivo por “tentativa de hurto y amenazas en concurso real”. Pero tenía en su haber una condena en suspenso de 2 años y 6 meses, el magistrado le unificó las penas y por el ello “Dorado” deberá pasar 3 años en prisión. 
 

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Desde siempre, las mejores voceras de las cosas que pasan en cualquier vecindad son las mujeres. El almacén, la verdulerías y otros lugares son escenarios propicios para las comidillas, las tertulias y, por qué no, para los mordaces comentarios. Sabido es, también, que la información de primera mano no siempre no siempre goza de los principios de veracidad y autenticidad. Algo de esto pasó en el quiosco de un barrio de Rosario de la Frontera, donde una vecina hizo el siguiente comentario:
-Parece que engancharon nomás al dorado.
-¿No me diga? ¿Era el mismo que estaban buscando los pescadores?, interrogó la dueña del negocio.
Todo quedó ahí, como quien dice, porque la informante se tuvo que retirar con el argumento de que había dejado la cacerola en el fuego. 
-¡Uy, se me quema el guiso...!, exclamó y con la velocidad del rayo regresó a su domicilio.
El caso fue que las oyentes se quedaron con la incógnita. Todas pensaron que algún afortunado pescador, finalmente, había enganchado a un majestuoso dorado avistado en un río de la zona y que según los comentarios era un “bicho” enorme que había cortado las líneas de más de un anzuelo. 
Sin embargo, con el correr de las horas las cosas se aclararon. El enganchado no era el pez emblemático de Argentina, conocido como el “tigre de los ríos”, y al que todos sueñan con pescar. El que mordió el anzuelo había sido un ladronzuelo apodado “Dorado”, al que las benévolas leyes siempre lo beneficiaban con la libertad condicional. Todas las veces que lo detenían por apoderarse de lo ajeno el maleante entraba por una puerta de la comisaría y en seguida salía por la otra.
En esta ocasión el muchacho se había pasado de la raya y el juez de la causa aprovechó la coyuntura para expresarle con su sentencia: “Hasta aquí llegamos”. Pasó que el “Dorado” habitante de tierra firme se apoderó de la bicicleta que un peón rural había dejado en la puerta de un almacén, adonde ingresó para comprar las provisiones de la semana. Desesperado buscó por todos lados el vehículo, pero no lo encontró. Por ese motivo tuvo que cargar al hombro las bolsas de mercadería y caminar los diez kilómetros para regresar a su rancho.
Una semana después, el hombrecito volvió al pueblo con la esperanza de recuperar el único medio que tenía para ir al trabajo, para llevar sus hijos a la escuela y para hacer las compras. Luego de deambular varias horas, de un lado a otro, los ojos se le iluminaron cuando reconoció su bicicleta en la puerta de un bar donde varios parroquianos bebían copiosamente. No dudó un instante y sin más trámite decidió recuperarla.
“Che, ladrón (sic), ¿qué hacés con mi bici?”, le gritó alguien que salió ofuscado del bar y con signos evidentes de estar pasado de copas. Era Julio M., alias “Dorado”. El damnificado le respondió que la bicicleta era suya y que se la llevaría a como dé lugar. “Dorado” procedió como todo ladrón que cuando roba algo siente que el objeto del se apoderó le pertenece, que es el legítimo dueño y lo defiende con uñas y dientes. Irritado, increpó al hombre y lo amenazó con molerlo a golpes. 
Según estudios científicos, los ladrones compulsivos sufren un trastorno del control de los impulsos y esto explica por qué el sujeto reaccionó de manera violenta. Por el hurto de la bicicleta, quizá, el ladrón hubiera zafado una vez más de la cárcel, pero lo perjudicó el hecho de haber amenazado de muerte al propietario de la bicicleta. Cuando el caso llegó a juicio, el juez lo condenó a 6 meses de prisión de cumplimiento efectivo por “tentativa de hurto y amenazas en concurso real”. Pero tenía en su haber una condena en suspenso de 2 años y 6 meses, el magistrado le unificó las penas y por el ello “Dorado” deberá pasar 3 años en prisión. 
 

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