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La epopeya del patriota Ildefonso

Una figura fundamental y olvidada. El sacerdote que murió peleando por la Independencia 
Viernes, 10 de julio de 2020 10:10

Por Abel Cornejo 

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Por Abel Cornejo 

Cuando nos preguntamos acerca de la ingratitud, inmediatamente pensamos en la falta de agradecimiento. Sin embargo, como reflexionara Sartre en “Las palabras”, su libro autobiográfico, es algo más que eso. La ingratitud es ignorar a quien debemos honrar. A menudo la historia y la ingratitud marchan por el mismo sendero. A veces recordamos a Gregorio Funes, deán de la Catedral de Córdoba y uno de los apóstoles principales de la Gesta de Mayo; a Luis Beltrán, fraile franciscano sanjuanino, que fue el artífice de la artillería el Ejército de los Andes; pensamos en Justo Santa María de Oro, clérigo dominico, diputado eminente por la provincia de San Juan en el Congreso de Tucumán junto a Francisco Narciso Laprida. Oro fue uno de los intelectuales de notable influencia en esa asamblea por su impronta decisiva a favor de la independencia nacional.

No obstante, si alguien se preguntara por el título de esta nota, debería aclararse primero que no se trata de una novela, sino el nombre de un patriota cabal, cuya memoria se fue perdiendo en la niebla del tiempo y que es un acto de justicia impostergable recuperarla y honrarla. O como dijera Borges, el olvido es toda la memoria que nos queda. Acaso porque ofrendó su vida por la Patria. Hubo un tiempo, cuando hombres y mujeres se creyeron capaces de construir una nueva y gloriosa Nación. Libre e independiente de todo yugo. En esas épocas las utopías parecían posibles, y la única ambición era la gloria. No es una referencia a la “Utopía” de Tomás Moro, sino a quienes tuvieron el valor de fundar las bases de los que más tarde serían estados soberanos.

¿Quién recuerda hoy qué fue la Republiqueta de Larecaja? Una región próxima al lago Titicaca, en ese entonces perteneciente al Alto Perú, actualmente al Estado Plurinacional de Bolivia. 

En ese territorio desplegó, con coraje, audacia y astucia, la bandera de la emancipación un fraile cuyas convicciones eran tan fuertes, que ni la muerte pudo arredrarlo. Luchó bravíamente en la Guerra de la Independencia hasta el paroxismo, se llamaba Ildefonso Escolástico de las Muñecas. Nació en San Miguel de Tucumán un 15 de agosto de 1776. Curiosamente, el mismo año en que el rey Carlos III de España fundara el Virreinato del Río de la Plata. Sus padres fueron Juan José de las Muñecas y Elena María Alurralde. Estudió teología en Córdoba en el Colegio de Montserrat, posteriormente continuó en Chuquisaca y luego en Lima.

Era un sacerdote docto y culto, pero su curiosidad intelectual le permitió nutrirse del ideario libertario que comenzaba a asomar en esta parte de América a principios del siglo XIX. De las Muñecas, contrariamente a la mayoría del clero, no adhirió jamás al poder español, sino que pensó en la construcción de un país diferente, igualitario y equitativo. En los cuarenta años que vivió supo abjurar de la injusticia y la inequidad, pugnó en forma vehemente porque no se explotase a los antiguos pobladores americanos, ni se los expoliara con impuestos que no permitían ni el desarrollo ni menguar la pobreza. De allí que no dudara en bajarse del púlpito para empuñar las armas. Muñecas fue el José María Morelos de la Independencia argentina. Morelos fue llamado el “Siervo de la Nación” y al igual que Muñecas tuvo un final trágico. Morelos en México, Muñecas en el Alto Perú fueron dos religiosos de un patriotismo ejemplar y una inigualable valentía. Ambos conductores de legiones libertarias y directores de espíritus que clamaban por un sistema más justo. Muñecas tuvo su bautismo de fuego en 1809 con las insurrecciones de Chuquisaca y La Paz, precursoras de la Revolución de Mayo. Fue capturado y encarcelado. Cuando lo iban a fusilar, le perdonaron la vida por su estado sacerdotal. Posteriormente, su ímpetu revolucionario lo llevó a sumarse a la Rebelión del Cuzco, del 3 de agosto de 1814. Allí había sido cura de la Catedral y gozaba de gran predicamento por su verba inflamada y persuasiva. No era sólo un tenaz combatiente, sino un pensador esencial que unía la acción con el pensamiento. 

Se destacaba también por su proverbial austeridad, en una época cuando muchos dignatarios eclesiásticos embelesados por el poder sucumbían ante el boato, el lujo y la pompa. Aumenta su valor como soldado de la Patria el de haber conocido de cerca por sus residencias en Lima y Cuzco, al ejército español y su poderío. Sabía a qué se enfrentaba y las remotas posibilidades de éxito que tenía la empresa libertadora. En el Cuzco trabó amistad con los hermanos Angulo y con el cacique general Mateo Pumacahua, quien primero adhirió a los españoles y luego abrazó la lucha por la independencia. Todos ellos, durante un tiempo, lograron dominar la ciudad y contagiar su entusiasmo a las provincias del sur del Perú. Más adelante, junto a Juan Manuel Pinelo, encabezó una campaña hacia Puno y La Paz, que fue brutalmente sofocada por los españoles. El rencor hacia Muñecas aumentaba proporcionalmente con la dimensión de su heroicidad.

Peleó con fiereza en las crueles batallas de Achocalla y Umachiri. Ocurría que la diferencia en número, adiestramiento y armas entre realistas y patriotas era tan abismal, que un jefe español admirado por el valor de los revolucionarios supo decir: si nuestros soldados combatiesen con tal denuedo, no habría guerra. Allí Muñecas adhirió a otra creencia: la religión del coraje. Era indómito en el campo de batalla. Con su camarada de armas, el caudillo altoperuano José Miguel Lanza -jefe de la Republiqueta de Ayopaya-, con quien se habían concentrado en Larecaja, y pese a que contaban con una tropa hambrienta, desarrapada pero ávida por repeler a los invasores, puso en serios aprietos al gobernador español de La Paz, José Landaverry. No debe olvidarse que el caudillo Lanza fue el leal aliado altoperuano de Martín Miguel de Güemes, ambos compartían ideales y métodos guerrilleros. 

Cuando a fines de 1815 ingresó al Alto Perú el Ejército Auxiliar del Perú, al mando del general José Casimiro Rondeau, en el marco de lo que se conoce como la Tercera Expedición Libertadora, los españoles decidieron que era el momento de recuperar la totalidad del territorio y desataron una feroz represión, ultimando uno a uno, a los diferentes caudillos que comandaban las Republiquetas. Se las llamaba así porque eran espacios liberados de toda dominación donde un jefe ejercía el poder contra el invasor. En honor a la verdad, fue el teatro de operaciones de la guerra de la Independencia. Allí se suscitaron episodios épicos y lúgubres, en igual medida. Y sin una explicación lógica, la furia española descargó su ira hacia los revolucionarios de manera demencial. En ese ámbito es donde sobresalió Muñecas.

Así fueron sucumbiendo Manuel Ascensio Padilla en La Laguna para salvarle la vida a su esposa, la célebre Juana Azurduy; Vicente Camargo en Cinti, entre otros valientes guerreros y entonces fue cuando Rondeau decidió enviar a Muñecas, que abnegadamente se había puesto a sus órdenes con su llamado Batallón Sagrado y fue capturado en el combate de Choquellusca. Rondeau lo mandó a inmolarse y Muñecas jamás trepidó en ir al frente. No obstante logró huir para ser recapturado nuevamente en Camata donde fue entregado. Desde allí el mariscal Joaquín de la Pezuela ordenó que se lo recluyera en las casamatas del Callao. Sin embargo, cuando era conducido a ese presidio, engrillado, por un escarpado camino, el oficial al mando de la custodia decidió asesinarlo el 7 de julio de 1816, dos días antes que se declárase la independencia argentina.

Quien anunció su muerte en el Congreso de Tucumán fue el diputado por Chichas, don Juan José Feliciano Fernández Campero, el marqués de Yavi, el que en noviembre de ese año también sería atrapado, encarcelado y engrillado para luego perecer en Kingston, Jamaica en 1822, en la travesía que pretendía depositarlo en España para ser juzgado. Curiosa coincidencia en el trágico destino de ambos patriotas. Muñecas fue ultimado antes de llegar a la prisión del Callao. Fernández Campero llegó allí para ser torturado y humillado, pues no le perdonaron jamás ser un noble español que luchara por la causa de la Revolución.

Dijo el célebre historiador boliviano José Luis Roca García: Muñecas se convirtió en un caudillo carismático quien, aunque por breve tiempo, impuso respeto y autoridad. Las crónicas lo muestran generoso con los débiles e implacable con sus castigos, a quienes abusaban de los indios, por lo cual ordenó varios fusilamientos sin importarle que fueran clérigos como él. Enarbolando principios cristianos dio a sus reclutas indígenas el nombre de Batallón Sagrado, compuesto de 200 plazas regulares dotadas de dos cañones y que tenían como respaldo unos tres mil indios a quienes había liberado del tributo.

Ese combatiente de mil batallas que acuñó sueños emancipadores tiene como homenaje el tramo de una calle céntrica de Tucumán. Sin embargo, sus proezas, su entrega, su sacrificio y la devoción por la causa de la Patria, merecen que se le tributen los honores propios de quien dio lo mejor de sí para forjar los destinos de un país soberano asentado en la solidaridad. En su historia se reúnen valores sublimes que jamás deben ser echados al arcón de la desmemoria, sino erguidos en el pedestal glorioso de quienes alumbraron nuestro destino como Nación. Ojalá estas líneas conmuevan alguna conciencia para que ello ocurra y sea posible introducirlo en la gesta de la Independencia, como uno de sus hombres fundamentales. Nuestro país necesita bucear en el pasado y reencontrar en los fundadores de la Nación el sentido de sus     luchas y la razón de sus proezas.    
 

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