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El Estado y el mercado, ante las necesidades de la gente

Martes, 16 de noviembre de 2021 02:07

El fin del "laissez-faire" (dejar hacer): hace un siglo, Keynes, en una conferencia titulada justamente así, proclamaba el fin de la etapa caracterizada por la prescindencia del estado en las cuestiones económicas, habida cuenta de la seguidilla de crisis que se asociaban al funcionamiento espontáneo de los mercados a escala interna e internacional, pese a que la crisis más formidable de la historia económica (la de 1929) no había llegado aún. Keynes, anticipándose a sus propias ideas maduras que cristalizaron en su conocida "Teoría general", sostenía que no tenía sentido la rivalidad mercado - estado, por cuanto este último "no está para sustituir a aquel, sino para cumplir las tareas que nadie hace", utilizando sus propias palabras.

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El fin del "laissez-faire" (dejar hacer): hace un siglo, Keynes, en una conferencia titulada justamente así, proclamaba el fin de la etapa caracterizada por la prescindencia del estado en las cuestiones económicas, habida cuenta de la seguidilla de crisis que se asociaban al funcionamiento espontáneo de los mercados a escala interna e internacional, pese a que la crisis más formidable de la historia económica (la de 1929) no había llegado aún. Keynes, anticipándose a sus propias ideas maduras que cristalizaron en su conocida "Teoría general", sostenía que no tenía sentido la rivalidad mercado - estado, por cuanto este último "no está para sustituir a aquel, sino para cumplir las tareas que nadie hace", utilizando sus propias palabras.

A todo esto, el "laissez-faire" tenía sobrados pergaminos para sostenerse y frenar los cuestionamientos que pudieran hacérsele, apoyado en la formidable expansión que la economía mundial había logrado a su amparo, la que era reconocida por el propio Marx, quien defendía la presencia británica en la India a la luz de los enormes adelantos materiales e institucionales que se habían producido en ese país. No obstante, también Marx, en paralelo, cuestionaba al "laissez-faire", considerándolo un todo indistinguible de la economía de mercado, en la convicción de que se trataba de una etapa concluida que debía ceder paso a la siguiente, en la supuesta "escala" que tenía, en el socialismo y posteriormente el comunismo, la culminación de la historia económica.

Keynes, en cambio, tenía en claro que no debía entenderse al "laissez-faire" y a la economía de mercado como una misma cosa, advirtiendo que podía perfectamente manejarse una economía dentro de los patrones correspondientes a las reglas del mercado, permitiendo a consumidores y empresarios alcanzar los óptimos que la tecnología, las aptitudes, los ingresos y sus preferencias indicaran, a la vez que el Estado se ocupaba "de lo que nadie hace", que es conformar una visión de mediano y largo plazo para "despejar el camino" a estos mismos actores, evitando, o al menos atenuando, las crisis que la falta de mecanismos para evitarlas impedían advertir y manejar.

Keynes y la URSS

Keynes no ignoraba que la revolución de octubre de 1917 en la creada Unión Soviética, lo mismo que, desde el otro signo ideológico, el acceso del fascismo en Italia y la corriente de simpatías a gobiernos similares en la Europa continental coronadas con el acceso al poder de Hitler años después, eran respuestas directas a la incapacidad autoimpuesta de las economías de mercado de abstenerse de "hacer algo" cuando las crisis empujaban a enormes masas de trabajadores al desempleo y a numerosas empresas a la quiebra, con la única respuesta de que "después de la tormenta llega la calma", a lo que Keynes respondía que de nada sirve que los barcos en general sorteen las tempestades, si, en el ínterin, muchos pasajeros, tripulación y carga se pierden, prescribiéndose "hacer nada" para evitarlo.

Acomodar el escenario

Llega el estado a las economías (pero no se quiere ir...). Keynes abogaba por gobiernos del tipo "deus-ex-machina" (dios a partir de la máquina), vale decir, gobiernos que se ocuparan de acomodar el escenario para que los actores principales (consumidores y empresas) hagan su trabajo fluidamente, con un mínimo de instrucciones (medidas cosméticas de política económica) llegado el caso. Sin embargo, el gigantesco desplome de la gran crisis de 1929 y años posteriores mostraba que "el recordatorio del libreto" no alcanzaba, ante unos actores que no querían continuar la obra: familias que se negaban a consumir por temor a perder sus empleos y endeudarse en consecuencia, y empresas que no veían sentido a invertir cuando sus existencias se acumulaban por falta de ventas. La guerra que se desató en septiembre de 1939 y hasta la segunda mitad de 1945, sin embargo, se encargó de retornar al pleno empleo y capacidad, dándole la razón a Keynes con su nuevo enfoque teórico.

Pese a este resultado satisfactorio en términos de la recuperación del empleo, Keynes no quería un "estado empresario" y mucho menos omnipresente, toda vez que él anhelaba extender los disfrutes del confort a la mayor parte de la población, lo que se asociaba con libertades plenas.

Desafortunadamente, la burocracia creada por las necesidades de la guerra (el "complejo industrial - militar" denunciado por el presidente Dwight Eisenhower y en pronunciamientos similares en otras naciones) no tenía el menor interés en reducir el tamaño del estado al ideal imaginado por Keynes. Este estado agigantado, junto a otras cuestiones, como las guerras de Corea (en los 50) y Vietnam (en los 60), junto a la crisis del petróleo en los setenta, en el siglo pasado, dio paso a una gran inflación a escala mundial, esto es superior a un 10% anual, conforme los patrones internacionales.

Reaparece la ortodoxia

Ante este escenario, la "vieja" ortodoxia económica, interpretada por "nuevos" teóricos, como Milton Friedman y una colección posterior de otros "nuevos" clásicos, llegaron para quedarse, proponiendo el desmantelamiento del "estado de bienestar" construido por las burocracias cobijadas con seudoargumentos "keynesianos" y culpando a Keynes de la inflación, de la que este no tenía ninguna responsabilidad (había muerto en 1946), ignorando (u ocultando) que este había propuesto y llevado a la práctica un diseño para impedir que justamente la guerra, que ocupaba trabajadores que tenían que consumir pero que elaboraban bienes bélicos, no alimentos, se volcaran a estos últimos, presionando sus precios al alza.

Claramente, son bienvenidas todas las prescripciones para que los gobiernos sean austeros y cumplan su cometido con un mínimo de recursos, de modo que estos queden libres para producir más bienes y servicios para la población y no presionen, al ser ocupados por el estado, sobre los precios.

 Sin embargo, este celo es muy diferente a sostener una visión unilateral sobre algunos problemas de las economías (la inflación, por ejemplo), o a desentenderse de otros (la pobreza en aumento; la redistribución regresiva del ingreso). 
Como oportunamente ocurrió con el comunismo y el fascismo, esta desatención de la economía por los problemas ahora se proyecta hacia la expansión de las distintas formas de populismo, cuyas ingenuidades y precariedad de ideas y proyectos no deben ser motivo de “torneos” o contrapuntos para ponerlas en ridículo por parte de la ortodoxia, sino de seria reflexión de los peligros que acechan a las democracias y la economía de mercado cuando la falta de respuestas de la ciencia cede su lugar a las promesas, vacías de contenido, del populismo, pero que proveen de esperanzas, a la vez que alimentan el rencor y el resentimiento de los que son ignorados por la soberbia torpe y carente de respuestas de la “ciencia” incompleta y aún equivocada de la ortodoxia.
    Después de todo, la recurrente presencia de los gobiernos populistas en la Argentina debería llamar a reflexión a los economistas encandilados por las “verdades” de la ortodoxia, respecto a que muchas veces se deja de lado la preocupación principal, que es encontrar respuestas a las demandas sociales. 
Optan por recostarse en la autocomplacencia, que es todo lo contrario a la ciencia, ya que esta es inconformista y siempre atenta a no creer haber llegado a “la verdad”, que no es parte de la genuina ciencia. 
En efecto, esta solo logra “verdades”, aunque provisorias, y dispuestas a mostrarnos que lo que creíamos irrefutable es en realidad “agua entre los dedos” que inexorablemente se nos escurre, pese a nuestros esfuerzos por evitarlo.
 

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