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Cuesta abajo

Domingo, 12 de diciembre de 2021 21:22

 “Ahora, 
cuesta abajo en mi rodada
las ilusiones pasadas
ya no las puedo arrancar.
Sueño, 
con el pasado que añoro, el tiempo viejo que hoy lloro
y que nunca volverá”

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 “Ahora, 
cuesta abajo en mi rodada
las ilusiones pasadas
ya no las puedo arrancar.
Sueño, 
con el pasado que añoro, el tiempo viejo que hoy lloro
y que nunca volverá”

 Alfredo Le Pera / Carlos Gardel (1934)

Mucho se habla acerca de la crisis económica y política que destroza el país. Se deja siempre intocada la tremenda crisis moral que nos viene destrozando desde mucho antes. 

Aplicar a las crisis morales la terminología de las crisis económicas, es arriesgarse a extraer consecuencias más o menos descabelladas. 

La dignidad, la decencia, la honradez siguen figurando en el léxico de los grandilocuentes, pero cada vez significan menos, cada vez están más comprometidas las reservas principistas que les sirven de sostén. 

Hay una excesiva emisión de dignidad-papel, de decencia nada más que verbal y, en consecuencia, la exagerada circulación ha roto el equilibrio, ha provocado una baja general de valores, ha forzado un retraimiento de las intenciones verdaderamente honestas. 

Y, como es lógico, también en este orden ha asomado el fantasma del desempleo, de la desocupación, de la pobreza, de la inflación, del hambre. El desocupado aquí es el hombre moral, que prácticamente ya no tiene sitio en la política y cada vez tiene menos espacio disponible en el ejercicio de las profesiones llamadas libres. 

Tenemos que ser valientes aunque no siempre estemos llenos de coraje; tenemos que sobreponernos a nuestro legítimo miedo y desasosiego. 

Alguien tiene la culpa. 

Las dificultades económicas estimulan la inescrupulosidad moral, pero el aflojamiento de las barreras éticas también puede llevar a la corrupción administrativa, al caos en lo económico, a la mutua desconfianza en el trueque de valores. 

Cuanto más se afirma que se está pensando en el bien del país, más se está pensando en el bolsillo propio, o, cuando menos, en el encumbramiento personal. Ni siquiera el interés del partido político ya desdibujado y en decadencia cuenta demasiado. La indiferencia política no es un mal exclusivo del ciudadano corriente; también ha alcanzado a los hombres públicos, a las pocas personalidades de saneado prestigio. La política, como institución, se halla tan desprestigiada que quienes disponen de la precisa cuota de decencia, patriotismo y generosidad como para servir inmejorablemente a su país, se alejan sin embargo de las candidaturas, de los puestos de pública responsabilidad jerarquía hasta las cuales el electorado no tendría inconveniente en elevarlos si merecieran respeto y confianza. 

El pueblo no es solo lo mejor que tenemos o creemos tener; el pueblo es también reductos miserables, ingenuidad del alma, malos olores, conciencia de clase, trabajo sin respiro, inseguridad económica, resentimiento, mugre y alegrías. 

El pueblo tiene siempre un haz de salud y un envés de abyección, y debe ser aceptado en su conjunto si se tiene la loable intención de luchar por él. Más que una bandera, un escudo o un himno, la patria es la casa y la mujer propias, la cadena de amigos, el sabor del cansancio, la voz de los hijos, el hueco del colchón, la playa en invierno, el plato predilecto. 

El sueño es una prueba de que la fantasía, la ensoñación referida a lo que no ha sucedido, es una de las más profundas necesidades del hombre y los mitos ayudan a superarse o empeoran nuestros padecimientos. Recordemos el mito de Sísifo que fue obligado a cumplir su castigo, que consistía en empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio, una y otra vez. Así se cuenta en la Odisea. 
Sísifo es castigado por desobedecer; deberá llevar una piedra hasta la cima de una montaña desde la mañana y verla caer por la noche ... para volver a cargarla el día siguiente. No hay que pretender tomarse la revancha; lo deseable es encontrar una salida al laberinto, aliviar la pesada carga, no tomar las cosas demasiado en serio, hacer por cualquier cosa una tragedia, ser capaces de comprender. 

Los amores son como los países: cuando desaparece la idea sobre la cual han sido construidos, perecen ellos también. Cuando alguien elige, por ejemplo, una carrera política, opta libremente por hacer del público su juez, en la ingenua y manifiesta confianza de que logrará su favor. Un eventual rechazo de las masas le estimula para lograr metas aún más difíciles persiguiendo un ideal que es, como sabemos, aquello que nunca puede encontrarse. 

Las ideas y la adhesión a los compromisos también pueden salvarle la vida a la gente. Nadie era más inocente en su interior que Edipo. Y a pesar de eso se castigó a sí mismo al ver lo que había causado. La frontera entre el bien y el mal es terriblemente confusa. Y yo no pretendía en absoluto que alguien fuera castigado. Los movimientos políticos no se basan en posiciones racionales, sino en intuiciones, imágenes, palabras, arquetipos, que en conjunto forman tal o cual kitsh político (kitsch es un estilo artístico considerado cursi, adocenado, trillado y, en definitiva, vulgar aunque pretencioso y por tanto no sencillo ni clásico, sino de mal gusto) y acerca de ellos la desconfianza o el movimiento incesante de la duda es necesaria. Si uno, por dinero o por un cargo público u obtener alguna otra influencia, tuviera la intención de hacer las mismas cosas que hacen los amantes con sus amados cuando emplean súplicas y ruegos en sus peticiones, pronuncian juramentos, duermen en su puerta y están dispuestos a soportar una esclavitud como ni siquiera soportaría ningún esclavo, sería obstaculizado para hacer semejante acción tanto por sus amigos como por sus enemigos, ya que los unos le echarían en cara las adulaciones y comportamientos impropios de un hombre libre y los otros le amonestarían y se avergonzarían ante su presencia. 

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