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La Justicia no puede ser una venganza

Sabado, 04 de febrero de 2023 02:34

Los recientes casos de juzgamiento de graves delitos parecen haber descorrido el telón de un escenario, en el que aparenta encumbrarse el sentimiento de retribución del daño causado con una sanción de la mayor severidad y rigor posible, lo que podría llegar a constituir un deseo de revancha.

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Los recientes casos de juzgamiento de graves delitos parecen haber descorrido el telón de un escenario, en el que aparenta encumbrarse el sentimiento de retribución del daño causado con una sanción de la mayor severidad y rigor posible, lo que podría llegar a constituir un deseo de revancha.

Pero la justicia no se condice con la venganza.

En los orígenes de la humanidad existió lo que se denominó la venganza privada, consistente en que la función de aplicar una sanción como respuesta a una acción dañosa era asumida por los propios damnificados y se extendía en extralimitaciones que esparcían la violencia y la dilataban indefinidamente.

En 1760 aC, nació la ley del Talión, como limitación a esa represalia sin límites, imponiéndose un castigo que debía ser similar al crimen sufrido por la víctima. Fue el "ojo por ojo, diente por diente".

Con el avance de los tiempos fueron surgiendo normas que comenzaron a tener en cuenta el respeto por la condición humana. El artículo 18 de la Constitución Nacional constituye un ejemplo de que la función punitiva debe estar a cargo de tribunales designados para aplicar leyes que, previamente al delito, hayan fijado la respectiva pena, garantizándose la inviolabilidad de la defensa del imputado, quien, de ser condenado a la privación de su libertad ambulatoria, ha de ser respetado en su condición personal.

De ello resulta que el sistema de justicia nada tiene en común con el deseo de satisfacer una ofensa, que hace pagar el dolor recibido con un dolor semejante, para restañar la herida producida en el ofendido y mitigar el sentimiento de rencor que habita en la sed de venganza.

En la aplicación de la pena, después de haberse evidenciado el hecho con pruebas irrefutables, garantizando la defensa del imputado, se cierra un ciclo con una penitencia que supone un padecimiento, como ocurre con la prohibición de la libertad, que reemplaza a la pena corporal, ese castigo exigido por la venganza.

Por supuesto que, en la pérdida de algunos bienes, será imposible hablar de una reparación, como ocurre en el delito de homicidio, pero la imposibilidad de recuperar el bien destruido no debe impedir que se tenga por respondidas las ofensas causadas por la herida del hecho delictuoso.

El sentimiento de venganza presenta la incapacidad del olvidar, de tal modo que no admitirá un presente reivindicatorio que le ofrezca la pena aplicada, como desagravio que satisfaga en alguna medida su deseo de castigo. El dolor de la ofensa continuará vivo en la memoria y se transformará en resentimiento, una sed de reparación imposible de saciar.

La consecuencia más saludable que ha de ser el fruto de la justicia, como lo es la paz en el espíritu del individuo y en la vida de la comunidad, quedaría frustrada definitivamente en la sed de revancha. Ese sentimiento se agiganta cuando se expande por el ámbito social. Su peor consecuencia es la derivación en un impulso de una pasión multitudinaria, favorecida ahora por las redes sociales, en las que se estimula, hasta convertirse en un reclamo generalizado que, de un modo teórico o peor aún, de manera concreta, corre a golpear las puertas del tribunal, para instigar a los jueces a decidir la aplicación de la máxima pena, actitud que conlleva la solapada amenaza de manifestaciones tumultuosas de repudio, en caso de resistencia a esa presión, que no responde ni al conocimiento cabal de la causa, ni al de los principios y normas que rigen el procedimiento judicial, con las limitaciones y requisitos que exigen las garantías constitucionales del debido proceso.

Esa presión sobre los jueces, a la que se suma la de algunos medios de comunicación masiva, obliga al magistrado responsable, prudente y severo cumplidor de su apego a la ley y mucho más aún, a su avidez de justicia, a afirmarse en su dignidad e infundirse de valor para decidir según la ley y la interpretación juiciosa de su libertad de conciencia. El sentimiento de revancha no será su consejero y menos aún su tirano.

Por lo demás, quienes ejerzan en el juicio, como profesionales, la condición de partes, fiscales y querellantes, deben guardar semejante sentido de justicia y permanecer inmunes a las presiones externas y a ese sentimiento de revancha. Su peor conducta se evidenciaría, no ya solo en ceder a esa presión, sino el alentarla, lo que significaría un mensaje de violencia a la conciencia de los jueces y estar burlando su dignidad profesional.

En un libro recientemente editado he afirmado y quiero reiterarlo aquí: "Un magistrado -juez o fiscal- debe ser elegido por su honestidad, su conducta moral intachable, pero también por ser un hombre que tenga en altísima estimación la condición humana. No puede ser magistrado quien carezca de un riguroso respeto por el ser humano y una ferviente simpatía por el semejante. El amor al prójimo debe ser un título que exhiba, junto a su diploma de abogado. Porque de la aplicación minuciosa e inflexible de la ley, pero también de la conciencia y la visión diáfana de estar decidiendo la dicha o el infortunio de un ser humano, resultará una justicia impregnada de reconciliación con la paz, que es el sustento de una vida plena".

Y no se interprete con ello que auspicio esa interpretación zaffaroniana de convertir al delincuente en una víctima de la sociedad, a quien, por el contrario, sin perjuicio de asegurarle las mayores garantías para su defensa, en caso de demostrarse su culpabilidad, debe hacérsele recaer con el mayor rigor la pena que prescribe la ley, sin caer en el exceso abominable de la venganza. La Justicia no es capricho de niños encolerizados, ni recurso para exteriorizar los sentimientos de revancha.

 

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