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Hace 25 años, el hallazgo de los Niños del Llullaillaco asombraba al mundo

El segundo volcán activo más alto del mundo los preservó intactos por 5 siglos.
Sabado, 23 de marzo de 2024 19:01

Desde mediados del siglo XX, por registros de montañistas chilenos, argentinos, alemanes y estadounidenses, se conocía la existencia de vestigios arqueológicos precolombinos en el volcán LLullaillaco, nevado que con sus 6.739 metros de altura marca el techo de Salta en la frontera cordillerana con el norte de Chile. Sin embargo, nadie habría podido imaginar jamás que en su cima estaban enterrados a casi dos metros de profundidad los tres cuerpos humanos antiguos mejor conservados que se hayan encontrado hasta ahora en el mundo.

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Desde mediados del siglo XX, por registros de montañistas chilenos, argentinos, alemanes y estadounidenses, se conocía la existencia de vestigios arqueológicos precolombinos en el volcán LLullaillaco, nevado que con sus 6.739 metros de altura marca el techo de Salta en la frontera cordillerana con el norte de Chile. Sin embargo, nadie habría podido imaginar jamás que en su cima estaban enterrados a casi dos metros de profundidad los tres cuerpos humanos antiguos mejor conservados que se hayan encontrado hasta ahora en el mundo.

Un día como hoy, hace 25 años, un equipo periodístico de El Tribuno completaba los preparativos para viajar a la Puna en busca de evidencias de los restos de una sonda soviética rusa, la Mars 96, que cayó en la región con cargas de plutonio radiactivo. Lejos de lo esperado, dos días después se encontró siguiendo desde Socompa a camionetas del Ejército que habían sido enviadas al volcán Llullaillaco con órdenes reservadas.

Así, el 26 de marzo de 1999, el equipo periodístico terminó graficando en un campamento base establecido a 5.000 metros de altura el momento en que la expedición codirigida por el antropólogo Johan Reinhard y su colega argentina Constanza Ceruti, bajaba del santuario indígena más alto del planeta a los "Niños del Llullaillaco".

Esa expedición, financiada por la National Geographic Society, entidad con sede en Washington (Estados Unidos), también estaba rodeada de hermetismo y acuerdos de confidencialidad, al punto que el 28 de marzo de 1999, cuando El Tribuno dio a conocer al mundo el hallazgo arqueológico, ya habían pasado 11 días desde la extracción de "El Niño" y "La Doncella" y nueve desde la exhumación de "La Niña del Rayo".

El grupo expedicionario estuvo inicialmente integrado por catorce personas, entre las que se contaba un fotógrafo de National Geographic que tuvo que ser evacuado en medio de una tormenta de nieve tras sufrir un edema pulmonar y cerebral. Varios salteños que integraban el equipo, en desacuerdo con las intervenciones iniciadas en la cima, aprovecharon el vehículo que trasladó al fotógrafo estadounidense a Salta para dejar la expedición. Por esa decisión, solo siete miembros del grupo acompañaron a Reinhard y Ceruti en las excavaciones que culminaron con la extracción de los tres cuerpos y su ajuar funerario. Ellos fueron los estudiantes de arqueología peruanos Jimmy Borouncle, Rudy Perea y Orlando Jaén; el estudiante de antropología salteño Antonio Mercado; el guía de montaña peruano Arcadio Mamaní, su hermano Ignacio Mamaní y un sobrino, Edgar Mamani, oriundos de una comunidad originaria del Valle de Colca (Arequipa).

Desde 2007 los Niños del Llullaillaco son conservados y exhibidos en el Museo de Arqueología de Alta Montaña (MAAM) de Salta, de a uno por vez, dentro de cápsulas especiales que INVAP, reconocida empresa tecnológica con sede en Bariloche (Río Negro), construyó para mantener sus cuerpos congelados bajo condiciones de temperatura, presión y humedad semejantes a los del sitio en el que se mantuvieron fabulosamente preservados por más de 500 años. La excepcional conservación de sus tejidos y órganos fue producto de condiciones ambientales que hoy se recrean con un sistema de crioconservación considerado único en el mundo por su tecnología. El MAAM es el único museo argentino incluido en la Red Nacional de Biobancos por los invaluables materiales biológicos que resguarda detrás de sus puertas.

La "Doncella Roja" del volcán Quehuar

En febrero de 1999, un mes antes de encabezar la expedición que exhumó a los Niños del Llullaillaco del santuario indígena más alto del mundo, Johan Reinhard, secundado por un arqueólogo peruano José Antonio Chávez en el ascenso al Quehuar, otro volcán del departamento Los Andes (Salta), extrajeron los restos de una niña inca de alrededor de 14 años que había sido ofrendada en una capacocha, cinco siglos antes, en ese adoratorio del Collasuyo.

Cerca de la cumbre, de 6.130 metros, en 1975 un montañista y explorador sanjuanino que adquirió renombre en la arqueología de alta montaña, Antonio Beorchia Nigris, había localizado en el interior de una gran estructura oval el cuerpo congelado de la doncella, cuya cabeza, extremidades superiores y parte del tronco fueron destruidos por saqueadores que, en algún momento anterior a esa fecha, intentaron desprender el fardo funerario del bloque de hielo que lo contenía usando explosivos.

La Niña del Quehuar, a la que algunos investigadores empiezan a llamar la "Doncella Roja" por la pigmentación que la cubría al momento de ser ofrendada y cuya composición es actualmente objeto de estudios específicos, forma parte del invaluable biobanco que tiene en calle Mitre 77 de la ciudad de Salta, el Museo de Arqueología de Alta Montaña.

"El Niño"

El 17 de marzo de 1999 un guía de montaña peruano, Arcadio Mamaní, desenterró en el sector sur de la plataforma ceremonial que tiene el Llullaillaco a pocos metros de su cima a un niño inca que había sido sacrificado cinco siglos atrás pero que parecía dormido por el fabuloso estado de preservación de sus tejidos. El pequeño, de alrededor de siete años, había sido ofrendado a la montaña como parte de un antiguo ritual conocido como Capacocha en algún momento entre 1480 (cuando el Tawuantinsuyo se extendió sobre el noroeste argentino) y 1533 (cuando el imperio inca cayó bajo el dominio español).

Antes de enterrado, en una fosa de un metro de diámetro y 1,70 de profundidad, fue envuelto en una manta incaica que actuó como fardo funerario. Su cuerpo se momificó naturalmenmte en posición fetal forzada. Le ataron las piernas y el tronco con cuerdas, con los brazos cayendo a los lados del cuerpo y la cabeza entre las piernas. Estaba sentado sobre un unku de color gris, con su rostro dirigido hacia el sol naciente.

Como todos los hombres de la elite incaica, tenía cabello corto, una vincha con un penacho de plumas blancas sostenido por una honda de cuerda de lana (waraka) y un cordel llamado llautu atado a su cabeza como símbolo de subordinación inca. Llevaba además un adorno pectoral confeccionado con piezas de Spondylus, pelo de camélidos y cabello humano. 

Junto a él también estaba intacto el ajuar que lo acompañaría en su viaje al encuentro de las divinidades del imperio de la cuatro regiones, el Tawantinsuyu, para interceder por su pueblo. Entre los elementos dispuestos a sus pies había sandalias (ushutas), bolsitas con piel de animal conteniendo pelo del niño, un saquillo tejido (chuspa) enlazado con plumas blancas, estatuillas masculinas talladas en valvas marinas de la especie Spondylus y un aríbalo (el cántaro más representativo de la cerámica incaica), todo excepcionalmente conservado por el frío del volcán.

"La Doncella"

Ese mismo 17 de marzo, unos metros más al norte, Mercado y Perea localizaron el fardo funerario que contenía el cuerpo de una niña inca cuya edad ha sido estimada por distintos especialistas entre los 13 y 15 años. Ella había sido ofrendada a la montaña en el mismo ritual, hacía más de 500 años, pero el estado de conservación de sus restos era incluso más asombroso que el del niño. "La Doncella", como se la conoce hoy en todo el mundo, tenía un deslumbrante tocado de plumas blancas en la cabeza. Estaba sentada, con las piernas flexionadas y los brazos apoyados sobre el vientre.

Tenía un vestido marrón claro ceñido a la cintura por una faja con dibujos geométricos en colores claros y oscuros con sus bordes rojos. Peinada con finas trenzas y pequeños adornos en la cabeza, tenía sus hombros cubiertos por un manto gris con guardas rojas sostenido por un prendedor de plata. A los estudiosos de la cultura inca casi no les quedaron dudas de que estaban ante una de las "virgenes del sol" que eran elegidas desde temprana edad en distintas regiones del Tawantinsuyo y criadas en residencias llamadas Acllahuasi (Casa de las Escogidas) para ser ofrendadas en los rituales que, a la par de su carácter religioso, también reafirmaban las alianzas del Estado imperial con sede en Cuzco con los grupos locales andinos.

"La Niña del Rayo"

Dos días después, el 19 de marzo de 1999, Jaén localizó en la tumba más elevada del planeta a "La Niña del Rayo".

La pequeña inca, que tenía aproximadamente seis años cuando fue ofrendada en el Llullaillaco, fue renombrada de esa forma porque en algún momento, desde el aciago amanecer en que fue sacrificada en la montaña antes de la llegada de los españoles, un rayo impactó sobre la superficie de su sepultura y quemó parte de su rostro y su hombro. 

La niña, que al igual que "La Doncella" parece dormida en un sueño sereno, estaba sentada con las piernas flexionadas, las manos semiabiertas apoyadas sobre los muslos y su rostro en alto en direccción hacia los flancos de la puesta del sol.

Tenía puesto un vestido (acsu) de color marrón claro ajustado en la cintura por una faja multicolor. Sobre sus hombros la cubría un manto marrón (lliclla) sostenido por un prendedor de plata (tupu) a la altura del pecho. Su cabeza y parte del cuerpo estaban tapados por una gruesa manta de lana oscura y otra de color claro con bordados rojos y amarillos en su perímetro.

Su cabello lacio estaba peinado con dos pequeñas trenzas y su cabeza, adornada con una placa de metal. Como sinónimo de belleza y jerarquía social, su cráneo fue intencionalmente modificado y tiene una forma cónica.

 

 

 

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