No necesita mucho para contar su historia. De hecho, habla muy poco. Claude es un hombre de unos 65 años, alto, delgado y tímido, con ese gesto sereno de quien ya entendió que la prisa no sirve de nada. Llegó a Salta hace unos días y estacionó su particular casa rodante -un motorhome más tráiler que parecen salidos de un cuento de montaña- en el estacionamiento del estadio Padre Martearena, como quien elige cualquier punto del mapa para descansar.
Su “cabaña” rodante es imposible de pasar por alto. En las ventanas, las macetas se encuentran desbordadas de flores rojas, amarillas, blancas y rosadas. Las chapas y maderas están pulidas y pintadas de colores brillantes, el techo es a dos aguas y tiene una pequeña galería para sentarse a mirar cómo cae la tarde norteña. Por dentro, todo funciona en su justa medida. Cuenta con una cama de una plaza, cocina mínima, una despensa, baño compacto y varios estantes construidos por él mismo, donde guarda lo esencial. Nada sobra, ni nada falta.
“Quiero lugares con silencio”, contó en un español entrecortado, pero firme, a El Tribuno. Ese es todo su manifiesto. No viene a conocer ciudades, ni museos, ni shoppings. Quiere sentir el paisaje. Escucharlo. Dormir bajo la sombra de un cerro distinto cada mes. A oler el aire como quien lee un libro.
Su historia por este lado del mundo no es nueva. Hace más de una década que recorre Latinoamérica a su modo, sin itinerarios estrictos. Ya atravesó el Perú andino, el Brasil húmedo y profundo, Paraguay, Chile y Ecuador. Pero su punto de partida anual, curiosamente, está en Foz de Iguazú. Allí cuenta con un pequeño galpón donde guarda su motorhome desarmado durante los meses que no viaja. Cuando vuelve, cada año, lo arma tornillo por tornillo, “con precisión alemana”. Ese ritual parece ser parte de su filosofía.
En Salta no se queda más de lo necesario. No hay hoteles, ni cenas en restaurantes, ni fotos para subir a redes sociales que ni siquiera usa. Su plan es simple. Desde aquí seguirá camino al Salar de Uyuni, en Bolivia, y luego volverá a perderse en las montañas peruanas.
Claude no se define viajero, ni mochilero, ni nómade digital, mucho menos influencer, palabra que le da algo parecido a una alergia. Se define como alguien que quiere volver a ver el mundo “como era antes de internet”. El ruido, para él, no es solo el de los autos, sino el del teléfono, el del algoritmo y el de las notificaciones que nunca se van.
A veces, mientras acomoda unas flores o ajusta la madera de la galería, los curiosos se acercan, como Caro Robles -vecina de Parque La Vega- que no dudó en preguntarle por su travesía, a lo que Claude respondió gustoso. Le sacan fotos, le preguntan de dónde viene y si no se aburre. El alemán sonríe, responde poco, pero cuando se anima, suelta una frase que parece sintetizar toda una vida: “Cuando estás solo, escuchás mejor”.
Si bien, en un primer momento lo que sorprende es su cabaña rodante y la destreza casi artesanal con la que construyó ese refugio sobre ruedas, también atrae su calma. La ausencia absoluta de ansiedad, planes, relojes, wifi y likes. Su vida, sin romanticismos forzados, es literal, va donde lo lleva el viento.
Quizás, en el fondo, Claude ha logrado interpretar el continente. Le saca el ruido. Le devuelve, sin querer, su respiración original. Quizás por eso, cuando anochece en el Martearena o en algún otro rincón salteño y el sol se esconde detrás de los cerros, él entiende lo esencial.
Claude no está escapando del mundo. El mundo, parece, está tratando de alcanzarlo.