¿Alguien hablaba de la felicidad?, preguntó Pierre Donadou Quispe y todos nos miramos. No exactamente, dijo el padrecito dudándolo porque acaso lo estuviéramos haciendo sin darnos cuenta. A veces pasa que hablamos de algo cuando en realidad nos referimos a otra cosa, y alguien se da cuenta.
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¿Alguien hablaba de la felicidad?, preguntó Pierre Donadou Quispe y todos nos miramos. No exactamente, dijo el padrecito dudándolo porque acaso lo estuviéramos haciendo sin darnos cuenta. A veces pasa que hablamos de algo cuando en realidad nos referimos a otra cosa, y alguien se da cuenta.
De todos modos, el comisario Pierro le dijo que si quiere hablar de la felicidad no ande con tantas vueltas y desembuche, por lo que Pierre Donadou se acomodó en la silla, se sirvió una torreja de acelga que Blanca puso en un plato (algo que, habrá que decirlo, estaba realmente delicioso), lo asentó con un sorbo de chardonay frío y probó la garganta con un carraspeo. Si quieren, les cuento, dijo por cortesía al fin y mentó los nombres de don Prudencio Creso, dueño de tantas tierras al norte del trópico, y don Bautisto Solón, hombre conocido por su inteligencia.
Lo dijo y nos dispusimos a nuestra vez en las respectivas sillas para escucharlo. Blanca, como si fuera necesario, se limpió las manos con un repasador. Pierre comenzó por describir la tenencia de Creso: largas tierras ondulantes con churcales de cuyas choloncas se alimentaban las majadas, lomadas que se extendían hasta esos huaycos que trepaban los falderos del ocaso tamizando los cerros con tonalidades minerales, puestos esparcidos por doquier como sembrados. Y para pedirle un consejo a Solón, Creso creyó que era propio antes alardear de su riqueza, no porque ese fuera su modo sino porque quería saber quién era el hombre más feliz de que se pudiera dar noticia.