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Una etapa de horror que aún espera el juicio de la historia

Domingo, 25 de marzo de 2012 00:26
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Hoy es el Día de la Memoria, la Verdad y la Justicia. Esa es la evocación del golpe de Estado de 1976 dispuesta por el Congreso de la Nación durante la presidencia de Eduardo Duhalde y que los gobiernos kirchneristas convirtieron en feriado.
A 36 años de un día tan infausto convendría reflexionar si es la memoria el recurso más adecuado para medir la magnitud de lo que ocurrió en nuestro país. Más bien, lo aconsejable sería que empiece a regir la historia, como ciencia, ya que será ella, y no la memoria, la que prevalecerá en el futuro.
La memoria es un recuerdo subjetivo y políticamente manipulable. La historia, en cambio, no es manipulable porque cuando eso ocurre, deja de ser historia. Es lo que pasa con las cómodas reconstrucciones de relatores como Pacho O’Donnell, Felipe Pigna y otros más, muy instalados en el mercado editorial y en la comidilla política, cuyo rasgo distintivo es el anacronismo.
La palabra “memoria” deriva del griego “mneia”, que significa recuerdo, justicia y venganza. Amnesia y amnistía significan olvido. Indulto, perdón.
La memoria suele ser selectiva. El genocidio debe quedar ahora en manos de la Justicia, ya que los crímenes de lesa humanidad no prescriben, y de la Historia, para que nunca se repitan.

Un punto de inflexión
La sociedad argentina nunca va a perdonar la tortura, la desaparición de personas y el robo de bebés que, sistemáticamente, practicó la dictadura encabezada por la jerarquía militar de las tres fuerzas. No va a perdonarlo porque se trata de acciones que repugnan a la sensibilidad humana y destruyen valores compartidos por la mayoría.
La crudeza del genocidio practicado en la trastienda de los centros clandestinos de detención fue puesta al descubierto por la investigación de la Conadep, sostenida por un gobierno, el de Raúl Alfonsín, que llegó al poder con un discurso democrático en un país saturado de violencia, de soberbia y de autoritarismo.
Cualquier análisis documental de lo que se hizo desde entonces demuestra que esa investigación reveló todo lo importante y permitió condenar a las jerarquías militares cuando todavía tenían poder, como lo demostraron las sublevaciones de los carapintada.
Fue un punto de inflexión, no solo por el unánime repudio al genocidio, sino porque significó una ruptura con la tradición autoritaria que prevalecía en el país desde 1930.
La sociedad se enteró, horrorizada, de hechos espantosos e injustificables que habían sido cometidos a sus espaldas. Hay algo que no requiere mayor investigación: saturada de muertes y de violencia, ajena a las aventuras de las organizaciones armadas de izquierda y de los parapoliciales de derecha, en un país sin rumbo y sin una dirigencia que transmitiera confianza y credibilidad, la sociedad recibió el golpe de Estado con una sensación de alivio. Fueron muchos los que de buena fe pegaban en las lunetas de sus autos la calcomanía de que “los argentinos somos derechos y humanos”.

La memoria completa es la historia
La crisis ideológica llevó a la izquierda a reemplazar el socialismo utópico y el materialismo dialéctico por la defensa del medio ambiente, el indigenismo, los derechos humanos y la identidad de género. No se trata, por cierto, de la agenda tradicional de la izquierda. De este modo, el recuerdo y los fantasmas de la dictadura pasaron a ocupar un lugar central en las corrientes progresistas que, en 1976, no solo no fueron perseguidas sino que apoyaron explícitamente a Jorge Videla, a quien comparaban favorablemente con Augusto Pinochet.
El silencio vergonzoso de los responsables del genocidio tiene el correlato no menos humillante de los jefes sobrevivientes de las organizaciones armadas. Mario Firmenich, Roberto Perdía, Fernando Vaca Narvaja, entre otros, guardan los secretos con el mismo celo que todos los represores.
Los simpatizantes de los genocidas reclaman “memoria completa”, con la intención de justificar los crímenes de la represión con la guerrilla.
Nunca hubo ni podría haber una “teoría de los dos demonios”. El Estado tiene leyes que, de haber sido aplicadas, no hubieran sembrado muertes, dolor y arbitrariedades como las que hubo en nuestro país. La sociedad no convalidaba a la guerrilla, pero los militares golpistas debieron haber tomado el ejemplo de Italia, donde las Brigadas Rojas y las organizaciones fascistas fueron desarticuladas sin torturas y dentro de la ley. ERP y Montoneros hablaban de “guerra revolucionaria”, pero la desproporción de fuerzas hizo imposible que hubiera una guerra. Los fracasos de Formosa, en octubre de 1975, y de Monte Chingolo, pocas semanas después, demostraron que las organizaciones armadas agonizaban. La verdadera memoria completa es la historia

El 24 de marzo de 1976 culminaron 46 años de golpes de Estado alternados con democracias condicionadas. Además, llegó a su máxima expresión la violencia política que caracterizó la vida institucional argentina desde 1810, pero que a partir de 1955 alcanzara una virulencia dramática.
El bombardeo sobre Plaza de Mayo, en 1955; los fusilamientos de 1956; la desaparición de Felipe Vallese, en 1962; la Resistencia Peronista; la gestación de las organizaciones armadas, guevaristas como las FAR, peronistas como FAP y Montoneros, y marxistas, como el ERP; el Cordobazo; el asesinato de Augusto Vandor; el fusilamiento de Pedro Aramburu, responsable de los crímenes de 1956; Trelew; Ezeiza; el asesinato de José Ignacio Rucci; la Triple A y la violencia creciente de 1975 fueron capítulos insoslayables de esta tragedia nacional. Hoy, con tres décadas de democracia, parece una pesadilla.
La “memoria completa”, que es la historia, también debe incluir la visión de la barbarie del siglo XX. La Argentina no pudo vivir al margen de un mundo donde se instalaron las mayores aberraciones de la historia. Los veinte millones de muertos en el genocidio stalinista; los seis millones de víctimas de la violencia étnica de los nazis; los sesenta millones de
muertos en la segunda guerra mundial; el millón de víctimas de la guerra civil española entre los republicanos prosoviéticos y el fascismo franquista ofrecen un contexto mundial a décadas de violencia política
argentina.
En el siglo XX, por primera vez en la historia, las víctimas civiles de las guerras superaron a los soldados caídos.
En 1948, la ONU aprobó la Declaración Universal por los Derechos del Hombre, para tratar de salvar a la persona frente al poder del Estado.
Poco después, los crímenes cometidos en la represión de las revoluciones africanas, el apartheid en Sudáfrica, los fusilamientos de prisioneros en la Cuba de Fidel Castro, los regímenes brutales en los países asiáticos y los atropellos que las dos superpotencias cometieron en distintas partes del mundo evidenciaron que a la humanidad le queda mucho camino por recorrer.
El genocidio argentino fue una violación flagrante a la dignidad humana, porque usó el poder del Estado para infringir la ley, incluso los códigos militares. Con el pretexto de sofocar una revolución que ni siquiera se estaba incubando, persiguió a políticos, intelectuales, artistas y dirigentes sociales.
La Historia muestra que la violencia política, la intolerancia y el autoritarismo no tienen ideología ni partido: son vicios enquistados en las prácticas políticas que la humanidad pretende erradicar, aunque no hay demasiadas garantías de que lo consiga.
 

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