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A raíz de mi profesión de abogado habitualmente visto traje y corbata o ropa elegante sport. No obstante, de vez en cuando suelo usar equipos de gimnasia o ropa más bien de fajina. Hace aproximadamente un mes tuve que concurrir a una dependencia provincial y lo hice vestido con suma informalidad. Me atendieron pésimamente. Transcurrieron algunos días y tuve que volver a realizar un trámite allí. Se dio la casualidad que salía de Ciudad Judicial así que fui vestido “de Abogado”: el trato fue formidable. A partir de este suceso se me despertó la curiosidad por saber cuán prejuiciosos y discriminadores podemos ser los salteños. Sin otro móvil que mi propia inquietud y sin otro método que una empiria amateur, intercalé varias visitas a diferentes empresas privadas y dependencias públicas provinciales y municipales. En algunos casos iba de traje y corbata, y en otros con un vestuario sencillo. Mi conclusión es que la diferencia de trato es abismal. Basta sacarse la buena pilcha, no ponerse perfume y no afeitarse tres días para pasar de príncipe a mendigo sin escalas en el imaginario de muchas personas. Es más, sin siquiera saber si era abogado en la mayoría de los casos que fui de traje y corbata se me trató de “Doctor”, mientras que cuando iba con una remera viejita y un jogging era “Doncito”, “Jefe” o “Amigo”, acompañado todo esto de dejos de superioridad. No es otra mi intención que la de llamar a la reflexión y proponer que empecemos a observarnos: ¿Somos discriminadores? ¿Nos dejamos llevar por algo tan cambiante como la apariencia o el vestuario? ¿Valoramos lo esencial de las personas? ¿Qué ejemplo dejamos para los más jóvenes? ¿Los alentamos a ser buenas personas, o a simplemente parecer para cumplir con las expectativas de los otros? Los gobiernos también deben pensar políticas activas para educarnos en la tolerancia y el respeto, porque de este modo se disminuye la conflictividad social. Qué bueno sería que por muy humilde que sea la apariencia de un prójimo, sepamos tratarlo con respeto y cordialidad. Porque el propio Hijo de Dios apareció en este mundo sin ropas finas ni perfumes costosos, pero con el inmenso brillo de su divinidad.