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La ?diversión? de los viernes

Sabado, 01 de septiembre de 2012 12:07
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Era una familia normal de lunes a viernes, como tantas otras del barrio, pero los fines de semana los Rosales abandonaban ese status. Llegaba la nochecita del viernes y los changos se reunían en la esquina, malvadamente impacientes, a esperar el comienzo de la “diversión”.

Resulta que el señor Rosales, un laburante común los días hábiles de la semana, en cuantito la sirena de la SAITA, la desaparecida fábrica textil de Entre Ríos y Virrey Toledo (donde hoy está el shopping) anunciaba puntual y estridente, a las 18, que empezaba el descanso hebdomadario, iniciaba él su proceso de transformación de buen marido y tata cariñoso en energúmeno golpeador de su cónyuge y atemorizador de sus hijos, Valentina, Martín, Pancho y el Zorro.

Valentina era una hermosa morena que pedía cancha; Martín, con sus 15 años, se perfilaba como un tipo serio y cumplidor; Pancho, hincha de Boca hasta el delirio, y el Zorro, especializado en repetir grado en la escuela.

Pero no nos apartemos del asunto. La “diversión” de los changos consistía en ver las biabas que don Rosales le regalaba a su mujer, doña Natividad, cuando regresaba a su casa después de haberse chupado en los boliches del barrio (Macurita, Chirimbas, Peñaloza) todo el morao disponible.

Ver las biabas y escucharlas, porque la víctima, doña Natividad, lanzaba alaridos estremecedores. A las comadres de la vecindad les parecía que exageraba, y argumentaban: A mí mi viejo me da cada piña de película cuando llega borracho, y yo ni mú. Doña Nati es una escandalosa.

El feroz espectáculo podía presenciarse sin cortes porque el señor Rosales era lo que hoy se llamaría un golpeador mediático: le gustaba tener público y no cerraba las puertas cuando estaba en función.

Al otro día volvía la calma. Doña Natividad asomaba con los ojos en compota y las costillas maltrechas, pero animosa. Y don Rosales, ganado por algo parecido al remordimiento, la invitaba al cine Balcarce, le compraba chancaca y alpargatas nuevas.

La cana, de vez en cuando, acudía al “lugar del hecho”, pero tarde. A lo sumo el señor Rosales era citado a la Tercera donde el comisario, después de reconvenirlo formalmente, lo mandaba a casa.

Doña Natividad no era mujer de andar denunciando al padre de sus hijos. En esos días la figura de violencia familiar, o “violencia de género”, como se dice ahora, era casi una fantasía.

Pero un viernes

Sucedió que un viernes a don Rosales se le fue la mano, y doña Natividad quedó tendida en el patio. No había nadie para que la socorriese pues sus hijos se habían ido a reír con Chalita, lo mismo que los changos de la esquina.

Cuando regresaron la casa estaba a oscuras y en silencio, y se fueron a dormir pensando que su madre dormía y que don Rosales no había vuelto todavía.

Amaneció el sábado y doña Natividad no estaba. No sé, dijo don Rosales, me parece que la vieja se mandó a mudar. Lo chicos salieron a buscarla, en vano. Nadie había visto nada pues todos los vecinos habían ido a verlo a Chalita.

Una comadre comedida y desconfiada alertó a la policía. El señor Rosales fue detenido, y en la seccional confesó: -Está guardada, dijo.

-¿Cómo guardada?, preguntó el comisario. ¿Guardada adónde? ¿En la casa? Fueron a la casa y allí Rosales les señaló un viejo arcón.

-Ahí está, dijo. La guardé porque hacía frío afuera.

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